Esdras Camacho
La tarde de mi examen profesional como licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UNACH, los sinodales y mi directora con caras de “no te conocemos”, estaban sentados en un escritorio con un largo mantel azul. Frente a ellos, una mesita blanca en donde me sentaría yo. No sé si se ensayaba eso, posiblemente sí. Recuerdo que me hicieron preguntas que no correspondían con lo que yo había presentado. ¿A poco reprobaban a algunos en su examen profesional?
El elegante traje que usé ese día fue un préstamo de mi colega reciente en la escuela que llevaba pocos meses trabajando a unos pocos kilómetros de distancia de Tuxtla. Era viernes, salí alrededor de las doce del mediodía, el examen estaba previsto para las 7 de la noche.
No era un día cualquiera, era el día de mi examen, pero no habría celebración, las finanzas no daban para tanto. Yo había informado a Vladimir, Lulú, y dos amigas muy cercanas. Previamente, había ido por un tequila a Chedraui y no tenía nada previsto. Mi papá y mi hermana también viajaron ese día.
Graduarse y titularse era excepcional para mí. Era la verdadera desconexión con la autoridad académica y burocrática que nos exigía ir a solicitar una constancia de no adeudo a no sé dónde, y copia triplicada de no sé qué, además de fotografías y 7 copias de la tesis, más pagos de derechos en Hacienda, en la rectoría, etcétera, etcétera. Al concluir el examen, me indicaron el resultado: aprobado por unanimidad, y algunos bromearon que debería haber sido por humanidad.
Por ahí habrá unas fotos que me tomé con el conductor del autobús que casualmente estuvo ese día en los pasillos de la Universidad. Yo rentaba un cuarto estrecho en la periferia. Allí me acompañaron mis amigos, y no sé si hicimos una cooperacha para unos tacos o si alguien llevó una ensalada y tostadas. El pasillo donde pusimos una mesita y unas sillas fuera de mi cuarto, apenas cabíamos. No había celulares con cámara, por eso no nos tomamos fotos. Pero recuerdo el color verde de la pared de ladrillos y algunas telarañas que se negaron a irse cuando, con anticipación, las barrí unas horas antes.
Cerca de las once de la noche, empezaron a despedirse las visitas, excepto dos: una que sentía más derecho de quedarse y proponer algún encuentro íntimo, y otra que también había sido mi amiga con derecho, y, yo sin saber cómo decirlo, hoy no a ninguna. A la primera le dije que no tenía dinero para nada más, y era cierto. Lo poco que había reservado de la quincena anterior se me había ido en pasajes, pagos de derechos a las oficinas de la escuela y el tequila, y a la otra le dije: No puedo hoy, tengo que portarme bien, están conmigo mi hermana y mi papá. Ella me reviró —Y, yo que pensaba hoy acostarme con un Licenciado.
De regreso a mi habitación, deseoso de que no tuviera ninguna mancha, me quité con esmero el traje y lo colgué en uno de los clavos de la pared. Había pasado el día, me habían dado mi acta de examen profesional, la cual guardé en algún folder oficio, entre tantos otros papeles, y me dispuse satisfecho a dormir, ajeno a cualquier otra distracción. Era viernes y tenía un fin de semana más que sobrevivir. Era el 23 de junio del año 2000.