Corina Gutiérrez Wood
Cuando la libertad de expresión depende del micrófono que sostiene un hombre.
Dicen que en los certámenes de belleza ya no se juzga solo la apariencia, sino “la integridad, el liderazgo y la voz de las mujeres”. Y una quisiera creerlo, de verdad. Pero luego llega un episodio como el de Fátima Bosch en Miss Universo, y todo ese discurso se cae con la delicadeza de una pestaña postiza mal pegada.
La escena ocurrió en Tailandia, ese paraíso donde los elefantes son sagrados, los templos brillan en oro y los organizadores de concursos internacionales aparentemente también se sienten divinos, solo que con menos espiritualidad y más gel en el cabello. En plena “sashceremony”, esa solemne entrega de bandas que mezcla glamour con protocolo cuasi militar; sonrisas calibradas, egos erguidos, todo bajo el reflector del deber, NawatItsaragrisil, presidente de la franquicia local, decidió que el mejor momento para impartir una lección de disciplina femenina era frente a 70 cámaras, 75 concursantes y millones de espectadores con palomitas.
El “delito” de Bosch, según el sumo sacerdote de la elegancia tropical, fue no haber publicado lo suficiente sobre Tailandia en sus redes sociales. Un pecado capital en tiempos donde los “likes” equivalen a méritos académicos y la diplomacia internacional se mide en filtros de Instagram. Si Marie Curie viviera, seguro le dirían: “Muy bien tu Nobel, reina, pero, ¿y los Reels?”
¿Es cierto que no vas a publicar nada sobre Tailandia?”; preguntó el organizador con la solemnidad de un director de telenovela en su escena más dramática, esperando el “close-up”.
Fátima, educadamente, intentó explicar que no había recibido instrucción formal alguna, pero él decidió interrumpirla, exigirle que se pusiera de pie y recordarle quién tenía la autoridad moral (y el micrófono, por supuesto).
Cuando ella intentó defenderse, él la llamó “dumb”. Tonta. Así. Sin eufemismos ni traducciones diplomáticas. Shakespeare lloraría porque ni sus peores tiranos insultaban con tan poca creatividad.
Siguió un silencio de esos que solo se rompen cuando la dignidad decide agarrar sus cosasy marcharse. Y eso hizo Bosch; se levantó y salió. Acto seguido, otras concursantes la siguieron en un gesto de solidaridad que; paradójicamente, resultó ser el instante más auténtico del certamen. El momento en el que la belleza dejó de posar y empezó a tener columna vertebral.
Porque si algo quedó claro es que en Miss Universo la “voz de las mujeres” está bien mientras no contradiga al anfitrión, al patrocinador o al al community manager que manda más que un rey medieval.
El incidente con Bosch no es un caso aislado, sino la grieta visible de un sistema que, pese a su retórica de inclusión, sigue operando con la lógica de la obediencia revestida de lentejuelas.
La “Miss Universe Organization” emitió un comunicado tan neutro que podría haber sido redactado por una calculadora; reafirmaron su “compromiso con el respeto y la seguridad de las participantes”. Sin nombres, sin disculpas, sin asumir responsabilidades. Un arte; sonar preocupados sin decir nada.
Por su parte, Nawat Itsaragrisil grabó un video de disculpa genérica:
“Si alguna de las 75 chicas se sintió incómoda, lo lamento”.
Que suena más a “perdón si te ofendiste” que a un verdadero reconocimiento del problema. Entre líneas; el error no fue humillarla, sino que se notara.
Quizá porque estos concursos no son tanto una celebración de la belleza como una coreografía del control. No se trata de que las mujeres hablen, sino de que digan lo correcto, con el vestido correcto, en el ángulo correcto. Todo lo demás es considerado rebelión. Y eso no combina con luces de colores.
Los certámenes modernos se venden como plataformas para que las mujeres transformen el mundo. Pero siguen midiéndolas por su gracia al caminar y su sonrisa resistente al estrés. Con paso firme, pero no demasiado; con voz fuerte, pero no tanto; inteligentes, pero nunca incómodas.
Fátima Bosch llegó con la intención de mostrar su historia, su país, su inteligencia, su “voz”. Bastó un malentendido para que todo eso se redujera a un titular de escándalo internacional:
“Miss México abandona ceremonia tras ser insultada.”
El algoritmo lo agradece. El discurso del empoderamiento, no tanto.
Se proclama diversidad, pero todas visten igual.
Se celebra la voz femenina, pero solo si es amable y con pestañas de cinco milímetros.
Se predica sororidad, pero la competencia sigue siendo feroz.
Eso sí; todo por el bien de la causa.
No se desestima el trabajo de quienes participan. Muchas usan bien esta plataforma. Pero lo de Tailandia recordó que, detrás del glitter, hay contratos, jerarquías, condiciones donde el “poder femenino” a menudo depende de la buena voluntad masculina. Un empoderamiento condicionado con fecha, hora y patrocinador.
Hay algo profundamente simbólico en que Bosch dijera:
“Usted no me está respetando como mujer.”
Porque ese reclamo no era solo suyo. Era de todas las presentes que saben sonreír incluso cuando algo no está bien. Su gesto fue una grieta en la fachada del glamour; un recordatorio de que debajo del brillo hay seres humanos, no decoración diplomática.
Y sí; el escándalo también genera rating. Las historias incómodas se viralizan mejor que las respuestas perfectas. Quizá sin quererlo, el incidente terminó visibilizando más que cualquier discurso ensayado, una verdad que nadie quería en pantalla.
Fátima Bosch decidió quedarse en el certamen. “Más fuerte que nunca”, dijo. Y aunque es una frase que hemos escuchado mil veces, esta vez tuvo sentido. Porque su mejor pasarela fue el impulso de levantarse.
Eso sí fue empoderamiento real; no el que se presume, sino el que se ejerce.
Sin querer, Bosch transformó lo que iba a ser una escena de control en un mensaje global:
La belleza no se mide en docilidad.
Quizá ese sea el aprendizaje que Miss Universo llevaba décadas tratando de conseguir sin lograrlo.
En el mundo de las coronas, todo está diseñado para que nada incomode; discursos pulidos, lágrimas en HD, orden perfecto. Pero a veces la realidad se cuela entre los cristales y recuerda algo que ninguna banda debería exigir olvidar:
La dignidad no es un accesorio. Es la única pieza que nunca debe perderse.
El show continuará; porque siempre lo hace, pero esta vez algo cambió donde más duele: en la conciencia.
Si la belleza va a “tener voz”, que sea una voz que pueda hablar incluso cuando incomoda; porque lo valioso no es el brillo que adorna la cabeza, sino el que sostiene la mirada.