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FIL Guadalajara, letras que unen mundos / Sarcasmo y café

FIL Guadalajara, letras que unen mundos / Sarcasmo y café
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Corina Gutiérrez Wood

El domingo 7 cerró sus puertas la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, ese animal gigantesco hecho de papel, voces, tinta y humanidad que cada año decide, caprichosamente, crecer un poco más. No sé cómo lo logra. Uno pensaría que ya no puede ampliarse que no caben más editoriales, más presentaciones, más lectores, más idiomas, más bolsas repletas de libros que pesan como si trajeran adentro la sabiduría universal. Pero la FIL siempre encuentra la manera. Es como esos árboles que, aunque estén rodeados de concreto, aun así, brotan, doblan las banquetas y siguen creciendo, tercos, gloriosos, indomables.

Este año la FIL volvió a demostrar por qué es la gran feria del libro en lengua hispana. No lo digo por exageración ni por ese entusiasmo regionalista que tanto nos encanta a los tapatíos cuando hablamos de cosas que sí nos salen bien. Lo digo porque es un hecho duro, medible, inevitable ninguna otra feria en el mundo hispanohablante reúne tal cantidad de editoriales, países, autores, lectores, foros, debates e ilusiones literarias. Como ocurre cada edición, la FIL reunió a más de 2,500 editoriales procedentes de diversos países, cientos de escritores invitados, una programación extensa y cientos de miles de visitantes que recorrieron sus pasillos.

La FIL no es solo un evento. Es un territorio en sí misma. Un país temporal. Una nación donde la lengua es la moneda y la imaginación, la constitución. Una semana donde la realidad queda suspendida, y uno se mueve entre pasillos interminables que parecen diseñados para que entres por un título y salgas con diez. O con veinte. O con una deuda emocional y económica que justificarás diciendo que “invertir en cultura nunca es gasto”.

Hay quien dice que es abrumadora. Que es demasiado grande. Que uno se pierde. Y es cierto, perderse es parte del encanto.

Perderse entre miles de portadas es como dejarse llevar por una ciudad desconocida en la que, de pronto, encuentras una plaza hermosa, una conversación inesperada, un libro que no sabías que necesitabas hasta que te lo pusieron entre las manos. Perderse es, en realidad, una forma de encontrarse, pero en versión literaria.

Lo más fascinante de la FIL es su capacidad para reunir mundos. En un mismo día puedes escuchar a una poeta que habla de las cicatrices del alma, a un editor que jura que el libro digital iba a reemplazar al físico, a una novelista que firma ejemplares hasta que la muñeca le tiembla, jóvenes buscando volúmenes de cómics con ediciones especiales, adultos explorando ensayos políticos, niños sorprendidos con libros interactivos con solapas y desplegables. Y lo más hermoso de todo: la FIL une a lectores.

Porque los lectores tienen una cualidad especial, no suelen hacer escándalo, pero cuando se juntan, hay una energía distinta, silenciosa pero intensa, como una corriente subterránea. En la FIL esa corriente se vuelve un río poderoso.

Una gran cantidad de lectores caminaron este año por los pabellones como quien inicia un ritual. Porque leer siempre lo es; uno abre un libro como quien abre una puerta hacia un mundo secreto. En la FIL esa puerta se abre miles de veces al día, simultáneamente. Y eso, aunque suene cursi, es extraordinario.

Es curioso en un país donde suelen repetirse cifras tristes sobre la lectura, esta feria aparece como una especie de milagro estadístico. Una anomalía luminosa. Una prueba de que sí, tal vez leemos menos de lo que quisiéramos, pero cuando leemos, leemos con pasión, y este evento es un recordatorio de que la lectura sigue viva, palpitante, vibrante, dispuesta a ocupar espacios enormes. Y vaya que los ocupa.

Todos los demás eventos internacionales que solo existen en Guadalajara orbitan alrededor de la FIL, como el Festival Internacional de Cine que tiene su encanto cinematográfico, sus alfombras, su aire de gala tapatía y esa mezcla deliciosa de glamour y seriedad académica que tanto disfrutan los cineastas. Y el Guadalajara Open trae al mundo del tenis profesional, a figuras del circuito que hacen ver fácil algo que para el resto de los mortales es tan complicado como entender la declaración anual del SAT.

Pero ninguno de estos eventos, por más internacionales que sean, tiene la magnitud emocional, cultural y social de la FIL. Ninguno provoca ese vértigo de entrar a un pabellón y ver a miles de personas buscando historias, conocimiento, belleza, consuelo, humor o simplemente compañía literaria. Ninguno reúne esa diversidad extraordinaria que va desde filósofos solemnes hasta adolescentes felices porque encontraron una firma de su autor favorito de fantasía. Ninguno tiene ese aire de celebración cultural que invade la ciudad entera. Ninguno hace vibrar a Guadalajara de la misma manera.

Y lo mejor la FIL apenas terminó, y todavía huele a café, a páginas recién impresas y a miles de pasos emocionados, pero su eco dura meses, porque los libros comprados ayer se leerán mañana, la próxima semana, el próximo año. La FIL no se acaba cuando cierran las puertas apenas empieza a vivir en los libreros de la gente.

Uno podría pensar que exagero. Que un evento cultural no puede tener tanta grandeza. Pero quien haya estado ahí cualquier día durante la última semana sabe que no lo hago. Sabe que la FIL es, verdaderamente, un territorio emocional que se expande, año con año, con esa mezcla de caos y belleza que solo los grandes eventos culturales pueden sostener.

Se va dejándonos el corazón lleno, la tarjeta vacía y la esperanza de que, en once meses, volveremos a entrar a ese país hecho de palabras donde todos absolutamente todos somos bienvenidos. 

Y así, mientras el bullicio se apaga, queda esa sensación tibia de que, al final, todos fuimos un poco más lectores de lo que éramos cuando llegamos.

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