Jorge Mandujano
La madrugada del pasado jueves, y cuando el reloj del taller del Es! Diario Popularmarcaba la una de la mañana, de forma intempestiva y por demás extraña, se detuvieron las máquinas. Por más que los maestros buscaron una y otra vez el a veces predecible escondite del duende que alimenta la falla gandalla, no lograron dar con él. A esa bendita hora y a escasas 15 cuadras (en línea recta de la Primera Sur rumbo al ponientede la ciudad), Fernando Alegría Ramírez, mejor conocido como FAR, decía adiós a este mundo y, de paso, le gastaba una última broma a la casa editorial que lo formó y a quienamó siempre, al grado de inhibir la aparición del diario al amanecer.
Habían pasado 76 largos años desde aquel 30 de mayo de 1934, en que el niño Fernandito había visto la luz en el barrio La Lomita, al poniente de un pueblo que más tarde creció a ciudad y que siempre fue, fueron suyos. Su inseparable Dios, la vida y un proverbial destino le habían provisto de 76 nada despreciables años para que hiciera con ellos lo que se le viniera en gana. Así lo hizo. Luego de una infancia feliz (sugerida en sus últimas, tristes, nostálgicas entregas al Es!), inevitable, irreversiblemente, habría de crecer a adolescente y luego a joven inquieto.
Lejos ya de la mano de su madre, Fernando Alegría Ramírez había tomado a dos manosel axioma bíblico que sentencia: “Lo prohibido seduce”, y terminó por sucumbir ante la oscuridad de un rumbo que, más tarde, la realidad se encargaría de enderezar al poner frente a él a un señor que, a la postre, habría de considerar como su padre: Gervasio Grajales. Sabedor de que aquel muchacho que le había contado una rica, pero al fin triste historia, llena de cosmogonías zoques y declaraciones de fe a las Virgencitas de Copoya, no era otro que el decidor de una cotidianidad, tan parecida a la de su Datcha el ziqueté (manera que nombró siempre Don Gervasio, mi padrino Gervasio, a esta su amada parcela), puso ante él un montón de hojas blancas y un lápiz para que enriqueciera la magia platicada. De ahí, desde allí, partió hacia una eternidad que legitimó una singular, descarada complicidad para hacer nota roja de una manera francamente única.
Un llamado de conciencia —quizá a tiempo para algunos—, llevó al tan querido FAR a comparecer tras las anónimas cortinas de un grupo de ayuda. Infiero (no quisiera caer en subjetividades que me arrastren a la imprecisión) que, de ahí, de la separación que la dictadura de las deshoras les había obsequiado, surgió la frase por demás condenatoria del viejo Gervasio: “Al que deja de beber, se le amampa el alma”.
Aun así, aquella rebelde dupla, Gervasio-FAR, siguió cabalgando sobre las frías, duras costillas de los linotipos, dignos fedatarios de las arremetidas en la espalda del Es!, en ese acaso lejano rincón desde donde terminaron por lograr la supervivencia de un espacio que hoy debe honrarlos, no de cara a ese nada envidiable domicilio para quienes sólo delinquiendo habrán de adquirir la suite de sus 8 columnas, sino en el frontispicio del espíritu que, día con día, ilumine sus páginas.
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Los 80, entonces, no ocultaban su feroz intención de darle un prematuro zarpazo alcronológico e inalienable trazo del otoño de su propia década. A leguas se veía venir la adelantada, elegante, seductora presentación (como la que “acostumbran” las agencias con sus autos), de un novedoso pero inasible futuro cuyos días nonatos fracasaron en su intento de persuadirnos que —por decreto— estábamos arribando a los 90.
Años más tarde, y cuando habían pasado 4 años del nacimiento de mi hijo, Alfonso Poncho Grajales (qepd), me citó al bar El Nucú, del entonces recién inaugurado hotel María Eugenia (esto, a escasas tres cuadras del periódico). Tras haberle dado cristiano trámite a un par de whiskys, me pidió que le echara la mano con la subdirección del Es!(p’al caso, a dirección, pues).
Hablamos de saber cabecear la de ocho sin que se pasara una sola letra (un solo tipo,pues). De esperar a que Jacobo Zabludovsky diera por concluido su noticiero 24 Horas(sin que hubiera un chinche televisor en la redacción, ausencia que él resolvería desde su casa), y de lo más importante –como hasta ahora, debo creer-, esperar a que Comunicación Social del Gobierno del Estado determinara que no había más notas y nos concediera la inicua libertad de partir a casa a intentar conciliar el sueño.
En fin, de todo eso y más hablamos. De las sorpresivas visitas de madrugada de mi padrino Gervasio, hecho que no siempre esperé: lo invoqué siempre. Total que hablamos de todo, es más, hasta de mi “sueldototote” hablamos, ja. De lo que no hablamos fue del manejo de la Nota Roja, hospedada en todo lo que daba la contraportada, y bajo la comandancia de Fernando Alegría Ramírez (FAR). De antemano, yo sabía que las notas venían de FAR pero las cabezas del sabio Gervasio.
Todo había quedado “bien clarisisísimo, pues” —como dicen en el Estado de México–, cuando en la primera tarde al frente del diario, advierto que el primero en entregar sus notas fue FAR. Nos saludamos, le mostré mis nuevas credenciales, y se fue a casa en su hasta el jueves inseparable vochito verde. Bastó con que yo separara una palabra —a mi juicio– pegada por el accidente de un dedazo, para que al día siguiente me esperara en la puerta del periódico hecho un energúmeno. Me dijo hasta de qué me iba a morir, sin siquiera permitirme aclarar que sólo había pensado que, por un dedazo involuntario, se habían “pegado dos palabras”. A lo que él alegó y dejó bien claro para subsecuentes “arbitrariedades” mías: “¡¡¡No me corrijás!!!
No tuvo que pasar mucho tiempo. Dos madrugadas más tarde, terminó por cumplirse puntual y cabalmente la advertencia de Poncho: mi padrino Gervasio hacía acto de presencia en la redacción, tipo 3 de la mañana y con un buen vodka en mano. Para combinarlo: tres coca-colas (en botellas de cristal, en tanto, para entonces, no había de plástico; menos familiares). Así fue que aprendí a beber la cuba rusa, según sus propias palabras bautismales. El motivo de su presencia: una queja de su Farcito, quien se había apersonado en su mismísima casa tan sólo para acusarme de censura.
En respuesta, que no defensa, argumenté que admiraba a FAR por su tan singular manera de referir los hechos sangrientos: una suerte de humor negro involuntario. Pero, antes que nada, por lograr —y presumir– una cualidad que no posee nadie en la fauna periodística chiapaneca: escribía como hablaba.
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Es agosto de 1998 y mi hermana Georgina me ha enviado al DF un sobre que contiene dos joyas de la Nota Roja del ES! Diario Popular. Para entonces, Rodrigo Núñez y su novia Florence Toussaint quien, ya desde entonces, escribe para la revista Proceso, me pasean por la nueva, primera, Plaza Universidad, en cuyo corazón hay un café-bar-restorán llamado Wing’s y en donde, andado el tiempo, pongo en manos de nuestro llorado Carlos Monsiváis las joyas enviadas por mi hermana: “VENDEDORA DE AVÓN REGRESA HERIDA DEL COYOL” (fechada en El Coyol, Municipio de Chiapa de Corzo, Chis.). Aquí, la nota de la nota se reducía a la cabeza que delataba la malicia, la párvula, perversa malicia del viejo Gervasio. Pero el segundo recorte daba cuenta de la tierna, amorosa manera de referir los acontecimientos, con todo y la malicia aprendida: “Y TODO POR LA MUERTE DE UN CHUCHO FINO”. Quizá el encabezado de la nota no decía gran cosa al Monsi (por aquello del chucho), pero la historia era para antologarse. De ahí que el mostro de la Portales la incluyera en su Por mi madre bohemios. Una inolvidable pieza que, por razones de espacio, no la citotextualmente. Habría que rescatarla de la fría soledad de las hemerotecas.
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Ahora estoy en el velorio de FAR. Son las 9:30 de la noche de este triste jueves 27 de agosto. Desde que entré en la funeraria tuve frío. Y no ese que recomiendan las abuelas evitar llevar a casa por tanta cercanía al difunto, sino por una desmedida dosis de aire acondicionado que cala los huesos y evidencia que somos muy pocos para repartírnosla.
Somos pocos, pero dueños absolutos de todo lo que se diga de FAR. Quienes lleguen tarde, si es que llegan, sólo tendrán una mínima respuesta ante sus condolencias. Es más, ni siquiera sabrán a quiénes dárselas. Por ello lo presumo como chamaquito odioso, insoportable, quien afirma que él sí lo sabe todo. Por ello, antes que otro lo invente, lo hago yo; con la prudente advertencia que la literatura me permite inventar, no mentir, y con todo y que el payaso Yin-Pin, su vecino, acaba de llegar a poblar nuestra triste línea de tres, junto con su mujer y su hijo, el payasito Pincito, quien todos los días atravesaba la calle tan sólo para llevarle su pozol a “Don FAR”. Tras la anécdota, el niño, por hoy ataviado en tonos negros, vuelve al llanto. No da crédito de estar velando a quien todos los mediodías le llevaba su jícara de pozol.
“Todavía la semana pasada le pregunté —me dice Pincito— por qué se había puesto tan flaco en poco tiempo. No me contestó. Me dio un coscorrón suavecito y las gracias por el pozol. Fue hasta ese rato que me dijo mi papá que me alistara porque íbamos a venir a velar a Don FAR”…y vuelve al llanto.
Fueron ocho hermanos en total: 4 mujeres y 4 varones. Tercero en la lista de arriba hacia abajo, a FAR le tocó morir casi al final de la muchachada que un día llenó de luz todos los rincones de una casa que terminó por quedarse a oscuras de manera vertiginosa. Una estirpe que, al igual que Pedro Páramo, terminó por derrumbarse como un montón de piedras: “La hermana que más me quería (se refería a su hermana Julia), ya se fue (ella murió en noviembre del año pasado). Quedó mi cuñado (Ernesto, marido de Julia) y se murió hace tres meses. ¿Qué chingaos hago aquí?”, se preguntaba en sus postrimeros días, según su sobrino Fredy Aguilar Alegría (hijo de quienes refiere FAR).
A ello habría que agregarle la pena que le causó la muerte de su perro “Vikingo”, quien había partido hacía algún tiempo, mucho antes que él. Adorador de José Alfredo Jiménez (presencia infalible en la mayoría de sus notas), tuvo por canción preferida El perro negro, con la que el mariachi debía abrir —pidió– camino al camposanto.
Hace meses, al ser convocado para un homenaje en el Canal 10, FAR se vistió con “Ropa de fiesta”. Y cuando su sobrino Fredy le hizo la observación de que iba con guaraches, él presumió: “yo sólo soy un simple indio zoque”. Fue con guaraches, y así pidió irse del mundo —según su sobrino.
Entraba la madrugada del día en que iba a morir. Todavía faltaba algo así como una hora para que se fuera. Confiesa Fredy que le dijo que tenía frío. Ante ello, comenzó a frotarle los pies. Él atajó, diciéndole: “Creo que este frío no es de afuera, es de adentro”. Fue entonces que Fredy le sugirió: “¿Te llevo al hospital?”, al tiempo que lo vestía. FAR terminó por aceptar, a la par que le dijo: “Andá por una ambulancia de la Cruz Roja, ellos son mis amigos, no nos van a cobrar”. De su lado, Fredy intentó marcar desde el teléfono duro de la casa y fue reconvenido con coraje por su tío, quien le dijo: “No llamés, ¡andá vos por la ambulancia!”. Fredy encargó a su mujer al viejo indio zoque y se encaminó a la Cruz Roja.
Cuando volvió, el inolvidable personaje, actor protagónico de los “Festivales FAR”, a cuyo festejo bajaban las Virgencitas de Copoya; esperado y escuchado con atención en el decano noticiero radiofónico Reporteros en Acción, de Augusto Solórzano, adorado por sus múltiples comadres que pueblan los mercados, humilde y, tal vez, ajeno a la existencia de un fan, de un confeso admirador llamado Carlos Monsiváis; en suma, el más chingón de la nota roja en esta selva multípara de sombras, estaba muerto.
“Me la hizo mi tío” —considera Fredy, con los ojos llenos de agua. “No quiso que yo hablara por teléfono. Me mandó por la ambulancia para que no lo viera morir…”.
Debe ser cierto, piensan los escasos parroquianos que conforman la línea de tres, y terminan por concluir:
De vivir Gervasio Grajales, habría cabeceado a 8 columnas:
MURIÓ FAR
♦ Fue tan chingón que no ha de tardar en traer la nota