Sr. López
Decíamos ayer, con perdón de Fray Luis de León y Unamuno (que nunca lo dijeron), que muchos damos por buenas algunas cosas sin reparar en ellas ni cuestionar su veracidad, ya sea porque nos parecen correctas o porque las sostiene la mayoría y francamente, qué pena ir contra corriente.
No vaya usted a pensar mal de la señora madre de este menda, pero una de ellas son los derechos humanos.
Sí. Los derechos humanos son una cosa indiscutible para el común de las gentes aunque sean una cosa inventada y discutible. Es asunto de mucho alegar.
Algo parecido a los derechos humanos, lo establecieron los romanos por ahí del 240 a.C., en su Derecho de Gentes (‘Ius Gentium’), que complementaba para los no-romanos el Derecho Civil (Ius Civile), que era válido solo para ellos, los romanos. Asunto viejo que no le interesa a nadie (o sí, no importa).
Como sea, el primer antecedente que apuntó a los derechos humanos como los conocemos, se dio en 1689 cuando el Parlamento Inglés puso como condición a Guillermo de Orange, para que se sentara en el trono, que aceptara la Carta de Derechos Inglesa (‘Bill of Rights’), que limita las atribuciones reales y afirma las del Parlamento y con esas, las de la gente común. Claro que aceptó, tonto no era.
Fue hasta el 12 de junio de 1776 (antes de la Revolución Francesa), que en el estado de Virginia, EUA, se proclamó la Declaración de Derechos, la primera explícita en su género, antes de la declaración de independencia de los EUA, que sostiene que todos los hombres son libres e independientes, con una serie de derechos de los que no pueden ser privados, ‘por naturaleza’. Suena rebonito.
Luego en 1789, vino la afamada Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, cuando la Revolución Francesa y el cortadero de cabezas; que el Papa de entonces Pío VI, condenó, no por su contenido sino porque los franceses no tenían autoridad para andar haciendo declaraciones universales, que les bastara con mandar dentro de Francia que para toda la humanidad estaba él, el Papa, con instrucciones directas de Dios. A ver, aléguele.
Eso de que los derechos humanos son ‘por naturaleza’, equivale a decir porque sí, porque lo dijeron los señores que lo dijeron, pues es la hora que nadie serio encuentra el fundamento de los derechos humanos en la ‘naturaleza’, como aclaró el inmenso filósofo Jacques Maritain quien participó en las deliberaciones de la ONU en 1948, cuando se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), y dijo: “Estamos todos de acuerdo con la declaración de los derechos humanos con tal que no se nos pregunte por sus fundamentos”. Pues sí.
La DUDH resultó directamente de dos cosas: las atrocidades de nazis y japoneses durante la Segunda Guerra Mundial y la santa terquedad de doña Eleonor Roosevelt, ya viuda del presidente Franklin D. Roosevelt.
Como sea, se proclamó la dichosa Carta Universal de los Derechos Humanos en 1948 en París, y no fue tan universal: no la firmaron originalmente, la URSS, los países de Europa del Este, Arabia Saudita, Sudáfrica ni China continental, o sea, más de medio planeta. Y no firmaron porque la Carta imponía deberes a los países triunfadores ante los vencidos de la Segunda Guerra (y 60 millones de muertos después, no era fácil de tragar semejante piedra de molino), aparte de pretender que todos los países adoptaran la democracia modelo yanqui con “elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto” (artículo 21. 3 de la DUDH).
Así las cosas, no adquirió carácter de ‘tratado’, no tuvo naturaleza vinculante (de cumplimiento obligatorio), y quedó en ‘resolución’ (luego, con los años se firmaron otros pactos que sí son tratados). Y sigue vigente y viva la discusión porque puestos a inventar derechos hay quienes prefieren los que da la dignidad de ser hijos de Dios. A ver, alégueles.
En definitiva, importa sentar que no hay eso que llamamos derechos naturales, igual que no hay democracias naturales ni sociedades naturales, pues todas son artificiales, construidas dentro de procesos históricos, como enseñaba otro inmenso filósofo, Gustavo Bueno.
Lo que hay son derechos reales, que son derechos legales. Si no existe algo en la ley de un país, no existe el derecho natural a exigirlo aunque se exija. Y al hablar de derechos legales hablamos de dos partes: el que tiene el derecho y el que debe respetarlo. Punto.
Y hay derechos que no lo son, como el derecho al descanso y a la diversión, pues ni el gobierno ni la sociedad, tienen la obligación de apapachar o divertir a nadie. Tampoco lo es el derecho a un trabajo bien remunerado, que obedece a condiciones de mercado: nadie está obligado a contratar a nadie ni el estado a darle chamba a todo mundo con los impuestos de los que se fletan. Faltaba más.
En los países civilizados el ciudadano cumple ambas condiciones, reclamar sus derechos y respetar los de los demás. Podemos llamar derechos naturales a los legales porque se oye mejor, pero siguen siendo derechos legales, por ejemplo el derecho a vivir y a la propiedad privada, que implican la obligación de no matar ni robar, pero el estado puede legalizar la pena de muerte y la expropiación, puede y lo hace.
¿A qué viene todo esto?, se preguntará usted. Viene a colación del inmenso y trágico problema de la migración indocumentada. Nuestras leyes otorgan el derecho a inmigrar y la obligación de nuestro gobierno a no tratar como delincuentes a los indocumentados. Muy bien. Pero también nuestra ley nos obliga a la admisión, ingreso, permanencia y tránsito, de los migrantes sin papeles, que nomás llegan y con ese derecho que no tienen, nomás por meterse, son nuestro problema. No lo son. Defendiendo su inexistente derecho propiciamos y crecemos su inmenso sufrimiento. Se oye feo pero a la casa de cada quien entra quien le da la gana. Los EUA son casa ajena y México es nuestra casa.