Corina Gutiérrez Wood
En teoría, las bodas celebran el amor. En la práctica, celebran la capacidad humana de organizar un evento caro, caótico y con más drama que una telenovela turca.
Se dice que la historia arranca con una propuesta romántica, pero en realidad empieza cuando él saca un anillo con el peso suficiente para justificar un préstamo bancario que terminará de pagar hasta las bodas de plata, se arrodilla (porque el romance, al parecer, vive en las rodillas) y todo queda registrado por el combo básico de tres cámaras, dos testigos escondidos y un dron.
Luego viene la pedida de mano, ese evento que supuestamente es un formalismo, pero en la práctica es una pequeña ONU familiar donde se negocia la paz entre suegros, se intercambian miradas sospechosas y se sirven empanaditas, porque nada calma tensiones internacionales como la comida gratis.
Todo muy ceremonial, claro, aunque ya todos sepan que viven juntos hace tres años y tienen perros en común. Pero ahí están, hablando de “unir familias” como si juntar a dos mundos totalmente distintos fuera un trámite exprés y sin drama.
Y entonces arranca el verdadero reality: los preparativos. Porque si algo une a las familias no es el amor, es el Excel compartido.
Hay que elegir la fecha, el salón, el fotógrafo, el DJ, el menú (vegano, sin gluten, sin drama), el color de las flores, los accesorios brillantes y ridículos para repartir en la pista, la ambientación y, por supuesto, la ubicación estratégica de los invitados. Que no se crucen los que se odian, que no se sienten juntos los ex, que nadie quede tan lejos que parezca exiliado y siempre, siempre existe esa mesa, en la que acomodas a todos aquellos que no sabes donde sentar, la Siberia social de toda boda, y aunque no quieran, es tan evidente, que hasta el del valet parking lo nota.
Todo esto, claro, con opiniones cruzadas, pasivo-agresivas entre los novios y la familia de ambos, que en algún momento hacen pensar en aplazar la fecha o cancelar todo por estrés.
En medio de esa planificación estilo Juegos del Hambre, aparece el vestido de la novia, esa prenda mitológica que debe ser perfecta, única y, por supuesto, blanca, aunque la pureza ya haya prescrito hace años y en varias jurisdicciones.
La elección del vestido es otro evento: seis mujeres opinando, tres llorando, una criticando el escote, y la novia preguntándose cuánto tiempo podría aguantar sin respirar si se pusiera el vestido que le sugirió la hermana.
El novio, mientras tanto, vive otra realidad. En general, él tiene dos tareas, o tres, depende: aparecer, no meter la pata y, si aplica, soltar la lana. Su traje se elige en una tarde, entre cervezas y frases como: “total es negro, ¿no?”.
Y no falta el amigo que lanza un “¿estás seguro, bro?”, como si se tratara de una decisión irreversible, tipo tatuarse la cara o invertir en criptomonedas con los ahorros del casamiento. A veces da la sensación de que el novio fuera un invitado VIP con derecho a vals.
Y así llega el gran día. La ceremonia puede ser religiosa, civil o al aire libre con un oficiante disfrazado de gurú emocional. Todos lloran, o hacen como que lloran, especialmente la tía que sólo vino a fiscalizar que el vestido no fuera demasiado escotado.
Pero la fiesta es el verdadero corazón del evento. Ahí donde se mezcla el amor, la música, el alcohol, las ganas de bailar y los zapatos abandonados bajo la mesa. El DJ hace lo que puede, aunque siempre hay alguien que le pide “algo más movido” mientras suena reguetón a todo volumen.
Y llega el vals, ese momento donde se reparten emociones como souvenirs. La novia baila con su papá, ese señor que intentó no llorar, fracasó y ya está en todas las historias de Instagram. Luego, en un gesto tan tierno como disruptivo para las tías de la vieja escuela, la novia también baila con su mamá. Porque sí, señora, la madre también cría, también sufre, también acompaña… y también baila.
Pero el verdadero show lo da el novio, que no se conformó con bailar con mamá. No. Él presentó una coreografía familiar estilo homenaje colectivo.
Empezó con la mamá, siguió con la tía, luego la hermana, una prima emocionada, la abuela, la madrina, el papá, más tías… y solo faltó la mamá de la novia queriendo bailar con el novio. Por un momento no quedó claro si estábamos en un casamiento o en un flashmob patrocinado por el árbol genealógico. La pista se volvió un baile afectivo donde nadie quedó sin su vuelta. Solo faltó el perro, y porque no iba vestido para la ocasión.
Y sobre quién pagó todo esto, olvidemos el viejo cliché del “padre de la novia abriendo la billetera como si fuera Cristiano Ronaldo dejando propina en un yate”. En esta, como en muchas otras historias actuales, los que ponen la cara y la tarjeta son los novios. Porque si el amor es de a dos, la cuenta también. Mientras los demás aportamos lo que pudimos: ánimo, opiniones no solicitadas y algún sobre con la esperanza de cubrir al menos los centros de mesa.
Más tarde llega el ramo, que vuela como proyectil emocional hacia las solteras; los hombres se aventuran por atrapar la liga que el novio quita sensualmente a la novia; alguien llora brindando, otra canta Shakira en karaoke desafinado, y siempre hay un invitado que entiende “barra libre” como “reto personal de resistencia olímpica”. En el fondo, todos felices.
Y cuando ya todos parecen a punto de desmayarse, aparece el clásico grupo que decide que ese es el momento ideal para convertir el salón en una discoteca clandestina. No importa la hora, ni que algunos ya anden bailando con más ganas de dormir que de bailar, siempre llega ese amigo con cara de campeón que se levanta y, con voz solemne, declara: “Yo pago otra hora”. Porque en toda boda hay un valiente dispuesto a ser héroe, o villano oficial de la resaca épica del día siguiente.
Ahora solo quedan las fotos, las ampollas y las anécdotas para los próximos cinco años o hasta que otro par de enamorados decida dar ese paso.
Las bodas, no son sólo sobre el amor: son sobre familias mezclándose, costumbres chocando, egos flotando y emociones estallando. Un gran ensayo general para lo que viene después: el matrimonio, sin DJ, sin antifaces, sin silbatos ni lentes con luces neón, pero sí con facturas tanto emocionales como bancarias.
Porque al final, esa boda digna de reality con drones, Excel y coreografías imposibles, se resume en algo simple: si sobrevivieron a todo eso, también sobrevivirán al matrimonio. Con resaca emocional y la tarjeta al borde del colapso.
Y si después de todo siguen juntos, bailando, aunque sea en pantuflas y con las cuentas en ruinas, entonces habrán descubierto el verdadero lujo: mirarse a los ojos y saber que, mientras tengan ese compás compartido, no habrá banquete, ni deuda, ni silencio que pueda con ellos. Porque el verdadero amor, es el que no presume, es el que baila, aunque la música se acabe.