Corina Gutiérrez Wood
Cada fin de octubre las redes sociales se transforman en un campo de batalla. De un lado están los patriotas culturales, envueltos en flores de cempasúchil y en un orgullo nacional que florece solo una vez al año. Del otro, los entusiastas del disfraz de Walmart, que por una noche cambian la rutina por una máscara de plástico y una bebida fosforescente con nombre en inglés como “poisoned pumpkin”, porque nada dice Halloween como una intoxicación con estilo.
En el medio quedamos los demás, tratando de recordar si la ofrenda se pone el 1 o el 2 de noviembre mientras un niño toca la puerta y pide dulces con una calabaza de plástico y acento de TikTokero.
El ritual se repite sin fallar; alguien publica en Facebook que Halloween es una invasión cultural norteamericana y que celebrar el Día de Muertos es un acto de resistencia ancestral. Alguien más responde con una foto en un bar temático lleno de telarañas de utilería. Y así, entre discursos sobre identidad y memes de brujas, el debate se agota antes de que el pan de muerto salga del horno.
Lo curioso es que el Halloween no nació en Hollywood ni en alguna junta corporativa de “Snikers y M&M’s”. Nació entre los antiguos celtas, que celebraban el Samhain, el fin de la cosecha y el momento en que, según creían, los muertos se paseaban entre los vivos. Los disfraces eran para confundir a los espíritus, no para subir historias a Instagram. Así que no, no lo inventó Disney. Aunque seguro ya tiene los derechos.
Siglos después, la Iglesia Católica decidió que la mejor manera de controlar aquel carnaval sobrenatural era rebautizarlo como All Hallows’ Eve, la víspera del Día de Todos los Santos. De ahí el nombre. Luego vinieron los inmigrantes irlandeses, los dulces, las linternas de calabaza y, finalmente, la industria del entretenimiento, que convirtió el miedo en un negocio tan rentable como el amor.
Mientras tanto, en este lado del océano, los pueblos originarios también conversaban con sus muertos. Creían que las almas podían volver del Mictlán para visitar a los vivos. Con la llegada de los españoles, la tradición se fusionó con el Día de Todos los Santos y el de los Fieles Difuntos. El resultado fue una de las celebraciones más hermosas y contradictorias del planeta; el Día de Muertos, donde la muerte se sienta a la mesa y el duelo se endulza con calaveritas de azúcar.
Porque sí, el Día de Muertos es profundamente mexicano, pero también hijo del sincretismo. No brotó puro de nuestras tierras; lo nutrieron el incienso católico, las plegarias españolas, las técnicas de pan europeo y los pigmentos indígenas. Si hoy colocamos una ofrenda con veladoras, papel picado y retratos enmarcados, estamos viendo el resultado de siglos de mestizaje cultural. ¿No sería un poco contradictorio reclamar “pureza” cuando nuestra identidad misma es un collage?
La diferencia es sencilla pero profunda. El Halloween espanta fantasmas; el Día de Muertos los invita a cenar. Uno se disfraza para sobrevivir a la noche; el otro se adorna para recibirla. Ambos, curiosamente, se celebran con luces y comida, porque al parecer el ser humano lleva siglos combatiendo la muerte con estética y carbohidratos.
Cada año reaparece la discusión sobre la “pureza” cultural, como si nuestras tradiciones pudieran aislarse en un museo. Se recuerdan los mexicas, se mencionan los rezos católicos y se habla de raíces prehispánicas, como si todo eso pudiera existir por separado. No hablamos de pureza, sino de la riqueza que surge cuando diferentes tradiciones se encuentran y se combinan. El Día de Muertos siempre fue mestizo; un diálogo entre creencias, sabores y colores que se mezclaron durante siglos, y cada ofrenda que ponemos lo confirma.
El Halloween, por su parte, carga con una mala fama. Lo acusan de superficial, de consumista, de diabólico. Pero al final es solo un juego; una noche para disfrazarse, para reírse del miedo, para convertir el terror en fiesta. Los niños tocan puertas y aprenden una lección económica que nadie les ha explicado tan bien; quien se esfuerza, obtiene recompensa. Y si de verdad alguien teme que Halloween borre al Día de Muertos, que se asome a cualquier plaza mexicana el 2 de noviembre; las catrinas desfilan, el copal huele a eternidad y las calaveritas literarias reviven más que nunca.
No parece una tradición en peligro, sino una que goza de excelente salud y sentido del humor.
El purismo cultural es un deporte que nunca pasa de moda. Nos encanta señalar lo que es “auténtico” mientras seguimos inventando maneras de celebrar, mezclar y reinventar nuestras propias tradiciones. La riqueza del Día de Muertos no está en conservarla intacta, sino en cómo se adapta, se transforma y se ríe de sí misma cada año. Y quizá eso sea lo más mexicano de todo; no la rigidez, sino la capacidad de hacer del recuerdo y de la muerte un juego vivo, lleno de ingenio y sabor.
Y mientras aquí debatimos si el disfraz ofende al altar, el Día de Muertos ya se globalizó. Hollywood lo adoptó con entusiasmo, Pixar lo volvió entrañable y las pasarelas europeas lo convirtieron en tendencia. La tradición que algunos defienden con escudo de flores naranjas ahora viaja por el mundo como un símbolo universal de reconciliación con la muerte. Ironías del destino; fue el Halloween, ese villano importado, quien abrió la puerta para que el mundo descubriera nuestra manera de reírnos del más allá.
Defender lo propio no debería implicar satanizar lo ajeno. Nadie pierde identidad por disfrutar de ambas fiestas, del mismo modo que nadie traiciona a la patria por comer pizza después de unos tacos. Las culturas no se contaminan al mezclarse; se apagan cuando dejan de hacerlo.
Así que este año, cuando veas pasar a un niño disfrazado de vampiro, no pienses en imperialismo cultural. Piensa que, sin saberlo, repite un gesto milenario; enfrentarse al miedo riéndose de él. Y cuando prendas una vela en tu altar, recuerda que nuestras tradiciones no mueren por influencia extranjera, sino por desinterés propio.
Entre la calabaza y el cempasúchil no hay rivalidad, sino diálogo. Dos formas distintas y complementarias de entender la vida y de burlarse de la muerte. Tanto el trick or treatcomo el pan de muerto celebran lo mismo; que seguimos aquí, respirando, enfrentando el miedo con humor y recordando a los que se fueron.
Porque al final, entre luces, copal y risas, lo que celebramos no es la muerte, sino la certeza de que la vida, mientras se recuerda, no se termina.