Corina Gutiérrez Wood
Uno aprende muchas cosas observando a la gente en una cafetería. Por ejemplo, que nadie toma el café igual, algunos lo piden con doble shot como si necesitaran resucitar, otros lo piden descafeinado como si temieran despertar ideas peligrosas, y hay quien le agrega azúcar sin probarlo, por costumbre. Con las creencias religiosas pasa algo parecido, cada quien las mezcla a su manera. Algunos las heredan, otros las cuestionan, otros las cambian de taza a mitad del camino, y muchos simplemente las sostienen con cuidado, como quien no quiere derramar algo valioso.
Hablar de creencias religiosas suele generar incomodidad, como mencionar política en una comida familiar o decir “tenemos que hablar” sin contexto. No porque sea un tema indeseable, sino porque toca fibras profundas, identidad, historia, miedo, esperanza. Y también porque, seamos honestos, todos creemos en algo, incluso quienes aseguran no creer en nada. Creemos en el amor, en la ciencia, en la intuición, en que el café sabe mejor si se toma sin azúcar y en silencio. La diferencia no es la fe, sino el nombre que le damos.
La religión, en cualquiera de sus formas, ha sido durante siglos una manera de intentar entender el caos. Un intento profundamente humano. Cuando no sabemos por qué pasan las cosas, inventamos relatos, símbolos, rituales. Algunos rezan, otros meditan, otros miran al cielo, y otros al fondo de la taza esperando que el futuro se revele en los restos del café. Ninguno de esos gestos es ridículo si se mira con honestidad, todos buscan lo mismo, un poco de sentido.
El problema, si es que podemos llamarlo así, no está en creer, sino en olvidar que el otro cree distinto. Que su forma de explicar el mundo no invalida la nuestra, ni la nuestra debería intentar aplastar la suya. A veces tratamos las creencias como equipos de fútbol, defendemos los colores con pasión, gritamos cuando alguien duda y sospechamos automáticamente del que no usa la misma camiseta. Como si las respuestas grandes admitieran propiedad privada.
Hay personas que encuentran consuelo en una iglesia, una sinagoga, una mezquita o un templo. Otras lo encuentran caminando solas, leyendo, escuchando música, o conversando con alguien que no intenta convencerlas de nada. No es una competencia. No hay marcador. No hay que ganar. La espiritualidad, no debería necesitar aplausos ni enemigos.
Lo interesante es que muchas religiones, más allá de sus diferencias, coinciden en ideas básicas, cuidar al otro, no hacer daño, buscar justicia, practicar la compasión. Valores que no requieren afiliación para ser entendidos. Tal vez el conflicto no está en las creencias en sí, sino en cómo las usamos como puentes o como muros, como refugio o como arma.
A veces da la impresión de que discutimos nombres más que ideas. Dios, Alá, Yahvé, Jehovah, el universo, la energía, lo divino. Cambian las lenguas, los rituales, las imágenes, pero la pregunta de fondo es la misma. Cada cultura le pone un acento distinto, cada religión le da forma según su historia, pero en el fondo parece que todos estamos intentando hablar con lo mismo, algo más grande que nosotros, algo que nos excede y nos ordena, algo a lo que acudimos cuando la explicación se queda corta.
Los santos ocupan un lugar curioso en el mapa de la fe. No son Dios, pero tampoco son solo humanos. Habitan ese punto intermedio donde la devoción se vuelve cercana y el milagro parece más negociable. Más allá de cómo se les interprete, cumplen una función clara, hacer lo divino manejable, darle nombre, historia y carácter a aquello que de otro modo sería demasiado grande para el día a día.
Curiosamente, muchas discusiones sobre religión no tratan realmente de religión, sino de poder, de miedo, de control. De quién tiene razón, de quién se equivoca, de quién va a dónde después. Y ahí es donde el café se enfría y el sarcasmo asoma la cabeza, no para burlarse, sino para recordarnos que estamos discutiendo con demasiada seguridad sobre cosas que nadie puede comprobar del todo.
Hay quien necesita respuestas claras, reglas precisas, manuales de conducta. Hay quien se siente cómodo con la duda, con el “no sé”, con el misterio sin resolver. Ninguna postura es superior. Son temperamentos distintos frente a la misma pregunta eterna ¿qué hacemos aquí? Algunos responden con fe, otros con filosofía, otros con humor, que también es una forma bastante eficaz de supervivencia.
En estos tiempos acelerados, donde todo se discute en titulares y opiniones instantáneas, creer con calma parece casi un acto subversivo. Pensar antes de juzgar, escuchar antes de responder, aceptar que el otro no necesita pensar como uno para ser una buena persona. Algo que tanto creyentes como no creyentes solemos olvidar cuando nos sentimos cuestionados.
Quizá por eso el café ayuda. Porque obliga a bajar el ritmo. A sentarse. A esperar. A aceptar que algunas cosas se entienden mejor despacio. Tal vez las creencias deberían tomarse igual, sin quemarse la lengua, sin tragarlas de golpe, sin imponerle al de enfrente cómo debe beberlas.
No se trata de renunciar a lo que uno cree, sino de recordar que creer no nos convierte en dueño de la verdad absoluta. Se puede tener fe sin soberbia, duda sin desprecio, convicciones sin violencia. Se puede convivir. Parece obvio, pero no siempre lo practicamos.
Tal vez por eso seguimos creyendo, dudando o inventando nombres nuevos para lo mismo. Porque nadie quiere atravesar el día completamente solo. Algunos se acompañan de Dios, otros de santos, otros de silencios bien pensados. Y mientras el café se termina, nos damos cuenta que no se trata de tener razón, sino de aceptar que cada quien se endulza la vida de otra manera.
Así que cada quien encuentra su manera de estar en paz algunos rezan, otros conversan, otros piensan en silencio o simplemente aceptan no tener respuestas claras. No como una solución definitiva, sino como una forma de habitar la incertidumbre sin endurecerse. Tal vez ahí, en ese intento personal de equilibrio, esté lo verdaderamente valioso, no en lo que se cree, sino en cómo se convive con lo que no se sabe.