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El Siempreviva

El Siempreviva
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Enrique Alfaro

Don Juanito era el velador de las instalaciones de la editorial Ámbar. El destacado periodista arriaguense, Juan Balboa, era director de la revista y el escritor yajalonteco, Óscar Palacios, del semanario.

Con frecuencia yo trabajaba hasta la madrugada en la producción del hebdomadario, por lo que me retiraba en taxi a mi domicilio pocas horas antes del amanecer.

Una ocasión, estando a la espera del auto de alquiler, me puse a platicar con don Juanito. Me contó la historia de un conocido suyo al que apodaban “El Siempreviva”. El sobrenombre se lo había ganado, porque luego de algunos años de dedicarse a consumir bebidas alcohólicas (era teporocho, pues), vivió un episodio poco común.

Los amigos bolos de este personaje le casaron una apuesta: debía consumir una botella de licor barato de un solo trago. Dicen que preguntó a cuántos pesos ascendía lo reunido, miró fijamente el envase del alcohol de caña, apreció la transparencia del contenido, valoró el cuerpo de la bebida, levantó una ceja con gesto de Pedro Armendáriz y la hizo enteramente suya.

Para sorpresa de los comensales (¿o bebensales?), bastó una sola tragantada para que el contenido virtuoso escaseara, quedando la botella desamparada, íngrima, vacía como la cabeza de Fox.

Miradas de admiración le rodearon, los presentes callados hacían patente el respeto a esa garganta prodigiosa, única. Sólo una voz se atrevió a interrumpir:

–¿Querés otro trago, compa?

Jamás estuvo tan lúcido como en esa ocasión cuando, alisándose los espesos bigotes caídos, contestó con seguridad:

–Ya no más. Es la hora de partir…

Y tomando el dinero de la apuesta, se encaminó por las veredas del río Sabinal. Dicen que pensando en las delicadas trenzas de su María Candelaria, quien seguramente a esas horas estaría vendiendo flores en su barca bajo el candente sol.

Pronto la mirada se le nubló. Sin chinampa donde caer, se vio desfallecer sobre el profundo canal de Xochimilco. Lo cierto es que no cupo en la pequeña zanja de un metro donde corren las pestilentes aguas que alimentamos todos los tuxtlecos y se dio un ranazo en el encementado.

Los amigos, a lo lejos, vieron derrumbarse a esa institución del trago, ese templo de Baco y corrieron a su auxilio. No se le acabó el combustible, se le esfumó la vida, dijeron los de la Cruz Roja. Nada que hacer. Una baja más en el Batallón de la muerte.

Pronto avisaron a la viuda que vivía en Terán. El féretro era sencillo pero digno. La velación transcurría con normalidad. La mujer desamparada lloraba sin contención. “Sólo a la lluvia le permitimos llorar tanto”, diría mi amigo poeta Wlbester Alemán.

Y de pronto sucedió lo acontecido ¡Ni se atrevan a criticarme! Si los chiapanecos decimos “mucho muy” ni modos que yo no pueda decir lo anterior. O es mucho o es muy dice el antropólogo Andrés Fábregas, pero seguimos diciendo “mucho muy” y no pasa nada.

Decía yo que sobrevino lo inesperado: justo cuando los rezos concluían, el ataúd se abrió y de él asomó el más pálido y tenebroso rostro que pueda poseer un humano. Algunos alcanzaron a ver a la viuda salir corriendo, otros ni eso vieron en su desesperación por alejarse del lugar. Todos se hicieron ojo de hormiga.

Sin más ayuda que sus menguadas fuerzas, el resucitado se bajó del cajón como pudo y alcanzó a caminar unas cuadras antes de encontrar un aguaje donde curar su espantosa cruda. Se bebió dos frías y regresó a la inconciencia.

Otros dos días dilató en despertarse sin recordar nada. Luego de que le contaron que ya estaba muerto y que de entre los difuntos había regresado exigiendo su caldo de chuti, el hombre se encontró a sí mismo y decidió, con la más grande serenidad que pueda poseer un individuo, dejar de tomar de una vez y para siempre…

Desde entonces, me decía don Juanito, cada que lo vemos le gritamos ¡Siempreviva! Y él nos responde el saludo con una sonrisa nostálgica.

La historia me gustó y se la fui contando, con lujo de detalle, al taxista que finalmente me conducía a mi casa. Él, callado, dejó que concluyera y cuando me disponía a descender de su auto, me dijo:

–Todo es cierto. Así me dicen desde entonces… De golpe caí en cuenta que el conductor era precisamente el personaje de la historia que me acababan de contar. El Siempreviva me había conducido a mi domicilio y yo, segundos antes, dudaba de la veracidad del relato. ¡Bendito velador! Nunca me advirtió que el resucitado trabajaba de taxista.

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