El peligro del home office para los jóvenes… trabajar en pijama un camino rápido al conformismo / Sarcasmo y café
Corina Gutiérrez Wood
Por ser Generación X, el home office no es precisamente mi escenario soñado. Yo aprendí en oficinas con café quemado, impresoras vengativas y jefes que te respiraban en la nuca como si fuera deporte olímpico. Y sí, sobreviví. Sin embargo, reconozco que esta modalidad salvó a muchos en la pandemia, y para otros se volvió el “estilo de vida soñado”. Lo entiendo, cero traslados, cero ropas formales (al menos de cintura para abajo) y la posibilidad de tomar llamadas con cara de recién levantado. El paraíso, hasta que recuerdas que el paraíso siempre cobra impuestos.
Porque sí, el home office tiene sus glorias, pero para los jóvenes sin experiencia, que nunca han pisado una oficina o lo han hecho muy poco, puede ser una trampa con moño. Es como soltar a alguien a manejar en la autopista, después de ver tutoriales en YouTube. Y claro, el resultado es un desfile de escenas dignas de un falso documental.
Ahí está el abogado shakesperiano que en el tribunal proyecta voz, clava miradas y hace pausas calculadas para que el juez contenga el aliento. Ahora lo tenemos en pijama de cuadros, con fondo de biblioteca falsa en Zoom y su perro ladrando al fondo justo en el clímax de su alegato. Lo que antes era drama jurídico ahora es sitcom involuntaria.
O la maestra que, en el aula, controla 30 criaturas con un simple ceño fruncido, detecta al que copió, al que no hizo la tarea y hasta al que robó el sacapuntas. En remoto, ruega por atención mientras un niño dibuja bigotes en la pantalla y otro finge que su imagen se congeló para no participar.
También está el diseñador que, en la oficina, comparte bocetos, recibe feedback al instante y hasta intercambia memes estratégicos para romper la tensión. En casa, invierte tres horas puliendo un archivo para que le respondan por correo: “¿Y si probamos algo completamente distinto?”. Que es un sutil “gracias por tu tiempo, pero no nos sirvió para nada”.
Ni hablar del científico que en el laboratorio vive su fantasía CSI universitario rodeado de tubos de ensayo y bata blanca. Ahora, confinado a casa, lo más “científico” que hace es calcular el tiempo exacto para recalentar su café sin que hierva.
La chef, que en la cocina comanda como un general en guerra, enviando platos con precisión quirúrgica, se convierte en holograma pixelado por culpa del WiFi, tratando de explicar cómo batir un huevo mientras la imagen la congela con cara de “¡NO!”.
Y, por supuesto, el médico que en consultorio detecta mentiras con un “solo me duele un poco”, ahora intenta diagnosticar un sarpullido por cámara frontal mientras el paciente dice: “No sé, se ve raro… pero no tanto”.
Todos ellos, en la vida presencial, dominaban el arte de leer el ambiente, improvisar y reaccionar en tiempo real. En remoto, compiten contra gatos, niños, microondas y conexiones que parecen patrocinadas por la paciencia. Y mientras tanto, la estadística se va acumulando: la OMS confirma que la ansiedad y la depresión aumentaron un 25 % durante la pandemia; un estudio británico dice que los jóvenes pierden el equivalente a 60 días laborales al año por salud mental; y según Gallup, los menores de 35 que trabajan en remoto tienen mucho menos vínculo emocional con sus empresas. Lo cual es lógico: difícil sentirte parte de un equipo cuando tu “oficina” es la mesa del desayuno y tu colega más constante es tu mamá llevándote pan tostado con mantequilla y una buena taza de café
La narrativa de “mejora la calidad de vida” suena muy linda, hasta que se convierte en una excusa para esquivar lo incómodo de crecer profesionalmente: recibir críticas directas, lidiar con jefes insufribles o aprender observando a otros. Sin esas fricciones, la comodidad se transforma en conformismo: hacer lo mínimo, sin exponerse, sin destacar y sin despeinarse, bueno, y en algunos casos, hasta sin bañarse. Y aquí las cifras también tienen su dosis de ironía: Microsoft encontró que el 56 % de jóvenes remotos siente que no crece, Harvard descubrió que reciben 40 % menos retroalimentación, y otros estudios muestran que tienen 31 % menos probabilidades de ascender y 35 % más de ser despedidos. Aunque, claro, ser despedido en home office tiene su lado amable: puedes llorar sin quitarte las pantuflas.
Porque el problema no es el trabajo remoto, sino asumir que todos están listos para él. Para los jóvenes, la “libertad” del home office puede terminar siendo aislamiento, desorientación y sí: un camino exprés al conformismo profesional.
Ahora bien, sería absurdo ignorar que el home office, implementado estratégicamente, ha traído beneficios evidentes para las empresas. Reducción de costos operativos; menos metros cuadrados, menos escritorios, menos café; muchas compañías reportan ahorros de hasta un 30 % en infraestructura. Además, el trabajo remoto permite acceder a talento sin fronteras: ya no es necesario contratar a alguien solo porque vive cerca, sino a quien realmente encaje, esté donde esté. En ciertos perfiles, profesionales experimentados, autónomos, técnicos especializados, la productividad incluso aumenta, al evitar traslados eternos y charlas innecesarias de pasillo. También hay un impacto positivo en la retención de talento: ofrecer flexibilidad se ha convertido en una moneda muy valiosa para reducir la rotación, especialmente entre quienes equilibran trabajo y vida personal con más dificultad. Sin mencionar el golpe de efecto en sostenibilidad (menos autos, menos emisiones, más palmaditas en la espalda) y la inclusión laboral de personas con discapacidad o en zonas rurales, que ahora pueden participar en igualdad de condiciones. Pero que todo esto sea cierto no significa que funcione igual para todos. La ecuación cambia, y bastante, cuando hablamos de jóvenes sin experiencia. Para ellos, el home office no es libertad ni eficiencia: es un salto al vacío disfrazado de modernidad. Una modalidad pensada para quien ya sabe nadar, aplicada a quien aún no ha aprendido a flotar.
Ahora, comparemos: un profesional con años de experiencia puede teletrabajar sin perder el ritmo. Ya sabe navegar conflictos, entiende los códigos del entorno, tiene redes construidas y sabe lo que significa “hacer bien las cosas”. Para él o ella, el home office es eficiencia.
El trabajo híbrido no es un capricho millennial: es una terapia intensiva para habilidades blandas en peligro de extinción. Necesitamos jóvenes que sepan encender la cámara y también leer el lenguaje corporal; que puedan recibir un “no” sin pedirlo por escrito; que sobrevivan a un jefe difícil sin “mute”.
Porque, al final del día, el home office no es el villano; el verdadero enemigo es creer que basta con encender la cámara y sentarse en pijama para construir una carrera. La comodidad no paga facturas ni llena currículums. Y si queremos profesionales de verdad, dejemos de premiar la flojera con un fondo virtual y empecemos a exigir presencia, esfuerzo y, sobre todo, real contacto humano.