Corina Gutiérrez Wood
Compromiso. Esa palabra que todos adoran, pero pocos entienden. El verdadero compromiso no es andar pegado al celular a las 2 de la mañana ni responder correos en plena cena familiar. No es vivir para el trabajo, sino cuidar de uno mismo para dar lo mejor cuando toca. El problema es que esa idea sencilla se perdió en la nebulosa del “estar siempre disponible”, que ha convertido al trabajador en un esclavo voluntario con wifi.
En esta era moderna de la productividad sin alma, hay una nueva nobleza en ascenso, la de los mártires laborales. Hombres y mujeres que, con orgullo mal disimulado y la espalda hecha trizas, presumen que no se toman un día libre desde 2014. Héroes trágicos. Guerreros sin capa. Soldados caídos en batalla frente al teclado.
Pero no se equivoquen, ellos eligen sufrir. Y lo hacen con elegancia pasivo-agresiva. Te lo dicen entre bostezos, mirando su smartwatch con tono de superioridad moral,
“Yo no descanso porque si me detengo, todo se viene abajo.”
Ah, claro. El peso del universo recae sobre sus hombros. Los Avengers tienen competencia, el que cree que, sin él, se detiene el comercio global.
Es fascinante ver cómo el sentido de importancia personal puede inflarse tanto como un colchón inflable en oferta. No importa si tienes 24 o 60, hay una epidemia intergeneracional de personas que creen ser tan indispensables que no pueden permitirse un descanso, no porque alguien se los exija, sino porque ellos mismos se han vendido el cuento. Y lo compraron con gusto.
Y si por alguna extraña razón sí se toman vacaciones, no faltará el comentario glorioso:
“Me fui, pero me llevé la laptop. No podía desconectarme del todo.”
Oh, claro que no. ¿Cómo podría el mundo girar sin tu hoja de cálculo en tiempo real desde Cancún?
Pero esta no es una columna sobre descanso. No. Es una columna sobre el delirio de ser imprescindible, sobre esa obsesión ridícula de confundir estar disponible con ser valioso. Porque en este mundo que mide tu existencia en “respuestas por minuto”, decir “estoy fuera de oficina” suena casi criminal.
La autoexplotación ya no se impone desde arriba, se celebra desde adentro. Nadie te obliga a trabajar mientras cenas, tú lo haces porque te hace sentir importante. Nadie te exige responder WhatsApps a las 11:47 p. m., pero tú lo haces, porque así crees que brillas, y no estás brillando. Estás ardiendo. Y no en el buen sentido.
Trabajar duro es una virtud, sí. Pero esta gente no trabaja duro, se arrastra con orgullo. Le rezan al Dios del Burnout con devoción fanática. No se enferman, “se aguantan”. No descansan, “siguen adelante”. Y no se quejan, solo te lo cuentan veinte veces al día para asegurarse de que los veas como mártires corporativos que merecen tu respeto eterno.
Y aquí es donde el asunto se pone serio (o debería). Porque no es solo drama personal. Según estudios globales, el 41 % de los empleados sienten mucho estrés durante el día laboral, y para nada es algo pasajero o anecdótico. En México, el drama se intensifica, el 75 % de los trabajadores reportan un alto grado de estrés laboral, y casi la mitad admiten sentirse estresados con frecuencia. No son estadísticas para ignorar, sino un grito colectivo de alerta.
Y no olvidemos el precio que el cuerpo paga por este culto moderno al “compromiso”. El estrés no solo te roba el sueño, también se mete con tus órganos como cobrador implacable,el corazón late como si corriera un maratón eterno, el estómago arde con gastritis digna de dragón, el hígado se inflama como si llevara años de parranda sin alcohol de por medio, y el cerebro chisporrotea entre ansiedad e insomnio. En resumen, tu cuerpo entero se convierte en el recibo de pago de una devoción absurda al dios del Burnout
Y no es sólo tu salud la que está en juego. La Organización Mundial de la Salud estima que el estrés laboral le cuesta a la economía global hasta 1 billón de dólares anuales en pérdida de productividad. En México, las cuentas no son más alentadoras, miles de millones se van en gastos médicos y días no trabajados por culpa de esta falsa cultura del “sacrificio”. Vamos, que ni los mártires salvan ni a ellos ni a la empresa.
Más alarmante aún, el estrés crónico no solo agota, sino que afecta la salud física y mental,77 % de los empleados aseguran que el estrés laboral perjudica su salud, causando desde insomnio hasta enfermedades graves. ¿Y el impacto en las empresas? El 45 % de las personas estresadas consideran cambiar de empleo, un dato que debería preocupar a más de uno.
Y qué ironía, mientras más presumen su sacrificio, más evidente se vuelve la inseguridad. Porque detrás de ese “yo no paro nunca” no hay compromiso. Hay miedo. Miedo a no ser visto. Miedo a que la empresa descubra que sí puede vivir sin ellos. Miedo a que al final, todo ese sobreesfuerzo no los haga especiales, sino simplemente… reemplazables.
Y lo más cruel del asunto es que tienen razón.
La empresa sí puede vivir sin ti.
Lo ha hecho antes.
Lo hará después.
Y cuando te quemes lo suficiente, lo hará sin pestañear.
Te reemplazarán con una sonrisa, una reunión de 15 minutos y una publicación en LinkedIn con la frase “agradecemos su compromiso durante estos años”. Ni una lágrima. Ni una placa. Ni una mención en el grupo de cumpleaños de la oficina.
Porque tú, querido trabajador incansable, no eres un pilar de la empresa. Eres un nombre más en la planilla, un código de empleado, un asiento caliente que será ocupado por otro con menos manías, más energía y, muy probablemente, menos disposición a destruir su salud mental por el placer de responder correos a las 2 de la mañana.
Y no hablemos sólo de cansancio pasajero. La Organización Mundial de la Salud reconoció el burnout como un síndrome laboral que afecta a millones, y los casos de depresión y ansiedad relacionados con la autoexplotación no paran de crecer. Así que cuando te digan que “no puedes parar porque eres indispensable”, recuerda que la única indispensable es tu salud mental, y esa, créeme, no aguanta tu ritmo suicida.
Y la próxima vez que pienses que no puedes tomar un día libre porque “sin ti todo colapsa”, hazte un favor, sal de la burbuja. Mira alrededor.
¿Ves todos esos correos que estás respondiendo como si fueras cirujano en plena operación a corazón abierto?
Nadie se va a morir si los respondes mañana. Y si alguien se muere, adivina qué, tampoco era tu responsabilidad.
No eres indispensable.
Eres útil.
Eficiente.
Con suerte, valorado.
Pero no, no eres la columna vertebral de la economía global.
Eres una persona cansada que se ha tragado la mentira de que vales más si te niegas el descanso.
Así que descansa. Apaga el celular. Deja de salvar al mundo desde tu escritorio.
Y recuerda:
Si mañana renuncias, tu silla tendrá nuevo dueño antes de que termines de entregar tu gafete.