Alejandro Flores Cancino
En la política mexicana, la impunidad no es un accidente, es una estrategia. Morena y sus aliados lo han entendido bien: más allá del capital político, el verdadero control del poder pasa por garantizar salvoconductos a quienes han saqueado al país, siempre y cuando se alineen con la autoproclamada transformación.
El fenómeno es evidente. Mientras algunos opositores son exhibidos y perseguidos, otros encuentran en Morena una puerta abierta al perdón político. Exgobernadores, exlegisladores y operadores de partidos rivales han sido recibidos con los brazos abiertos, no por su ideología, sino por su utilidad. La misma maquinaria que condena la corrupción en la oposición la normaliza entre sus filas, dejando claro que la moral política es flexible cuando se trata de sumar aliados.
Los escándalos de corrupción se acumulan, las irregularidades en el ejercicio del poder son innegables, pero las consecuencias nunca alcanzan a los aliados del régimen. Se necesita un enemigo para justificar el discurso de transformación, y la oposición, con todas sus carencias, ha sido ese enemigo perfecto. Mientras tanto, los vicios del viejo sistema no solo persisten, sino que se institucionalizan bajo nuevas siglas.
Si Morena realmente quiere ser el motor de cambio que prometió, la primera prueba es clara: romper con la impunidad, sin distingos ni excepciones. No basta con señalar a los adversarios, la credibilidad se construye con acciones, no con discursos. Si el partido en el poder apuesta a la memoria corta y la lealtad comprada, corre el riesgo de convertirse en aquello que juró combatir: un refugio de corruptos con fuero garantizado.
La historia todavía no está escrita. Pero el tiempo se agota.