Corina Gutiérrez Wood
La noche siempre llega antes de que yo esté lista, aunque finja lo contrario. Me instalo en el balcón con mi café y un libro que nunca avanzo porque, francamente, la calle ofrece una narrativa más honesta que cualquier novela que intente leer. Y sí, lo sé, no es normal desconfiar tanto de un vecindario aparentemente tranquilo. Pero tampoco es normal la forma en que ciertas sombras parecen esperarme. Una aprende a reconocer esas cosas. Una aprende a distinguir cuándo algo fuera está inquieto, o cuándo es tu mente la que insiste en jugar.
Desde aquí arriba, la calle tiene una profundidad especial. No es solo una calle llena de casas con luces cansadas, que se acomoda, que cambia a su antojo. Hay noches en que la luz de la calle es suficiente para revelar demasiado; otras, apenas se distinguen los bordes de las cosas, como si el mundo quisiera recordarme que lo más importante nunca se ilumina del todo.
A veces me pregunto cuándo empezó esta manía mía de observar. Quizá cuando descubrí que mirar fijamente algo que parece normal revela secretos. Y detrás de cada secretosiempre hay otra cosa, un movimiento, una intención, una presencia. Pero no lo digo en voz alta. No necesito confirmar mis sospechas; me basta con dejar que se deslicen, silenciosas, por mi cabeza.
Esta noche no es distinta, aunque huele a algo que no sé nombrar. No es peligro, exactamente. Pero sí esa sensación de que algo está a punto de suceder, aunque no pase nada. Y ahí es donde entra mi mente, que jamás deja un silencio sin llenar. Todo lo contrario, hace inventario de cada sombra, cada gesto, cada ruido que se atreve a existir después de las once.
Mi café se enfría. Mi libro permanece abierto como si pudiera absorber lo que sucede abajo. Y yo observo. A veces siento que no soy yo la que mira, sino una parte mía que despierta únicamente cuando el sol cae. Esa parte que no tolera las explicaciones simples. La que desconfía de lo obvio. La que se alimenta de todo lo que ocurre en los márgenes de lo real.
La primera figura aparece siempre sin anunciarse. Yo no la llamo; ella simplemente surge, como si respondiera a un acuerdo silencioso. No importa quién sea, un vecino, un desconocido, una sombra que pasa demasiado cerca del poste de luz. No importa. Mi mente se encarga del resto. No necesito rostros claros, ni gestos evidentes. Solo la insinuación. Eso es suficiente para encender la imaginación
Y entonces empieza ese cosquilleo lento, como si mis pensamientos se acomodaran la ropa para iniciar su propio espectáculo. Nada exagerado. Nada dramático. Apenas un murmullo mental que me dice, pon atención, aquí hay algo.
La figura camina. Nada raro. Pero su sombra se queda un segundo más de lo debido. No sé si de verdad pasa, o si soy yo inventándolo, pero la sombra se estira con una suavidad que me incomoda. Quizá porque no entiendo si la sombra la sigue, o la dirige. Ese tipo de dudas son las que mi mente colecciona como si fueran fotografías.
Nunca confío en los pasos nocturnos. Incluso el más inocente puede cargar intenciones que nadie admitiría a plena luz del día. Y mientras observo el movimiento, siento que la calle me devuelve la mirada. Es absurdo, lo sé, pero nunca subestimo a los lugares. A veces los sitios tienen memoria. Y las calles, sobre todo las que no destacan, son las que guardan más secretos.
Tomo un sorbo de café. Amargo, frío. Ideal para este tipo de noches donde nada coincide, donde todo parece ligeramente fuera de lugar. Es como si el vecindario entero estuviera desplazado un centímetro hacia otro tiempo, uno donde las cosas no terminan de ser lo que parecen. Y una parte de mí disfruta esa dislocación, porque me permite ver a través de lo que otros ignoran.
A cierta hora, el silencio cambia de textura. No se hace más profundo ni más tenue, solo más atento. Y yo también. Es el momento en que la calle se vuelve un escenario dispuesto. Como si todos los elementos ya estuvieran posicionados y yo fuera la única espectadora autorizada. Para colmo, mi imaginación se comporta como una directora exigente, ajusta luces, inventa tensiones, construye motivaciones que probablemente no existen.
Esta es la parte donde suelo preguntarme si mi mente es un refugio o una trampa. No llego a conclusiones. Me limito a observar cómo los pensamientos se deslizan entre los autos estacionados, las sombras que trepan por las fachadas, o se esconden detrás de los árboles. No les doy permiso. Simplemente sucede.
A lo lejos, una ventana se enciende. El resplandor es suficiente para revelar una silueta que cruza la habitación. Nada extraordinario. Pero el modo en que la luz parpadea tiene algo inquietante, como si la electricidad intentara avisarme de algo. Me río por dentro, siempre he sabido que el sarcasmo era mi defensa personal. “Claro”, pienso, “porque ahora la calle también quiere comunicarse conmigo”.
La mente es peligrosa, con la sospecha constante de que el vecindario vive otra vida cuando las luces se apagan, una que solo yo percibo, aunque no pueda explicarla sin parecer paranoica.
Me pregunto, no muy en serio, qué pensarían si supieran lo que imagino desde aquí. Que cada figura que pasa es una historia. Que cada sombra es una advertencia. Que cada silencio es un hueco que mi mente llena con lo que no entiendo de mí misma. Que todo lo que veo afuera tiene un eco interior que prefiero no revisar demasiado de cerca.
Al final de la noche, siempre llega el mismo momento, ese pequeño instante en que la calle se vacía por completo y me doy cuenta de que ya no sé si estoy observando, o esperando. La diferencia es mínima y, a veces, inexistente.
Cierro el libro sin leerlo. Termino el café, aunque esté helado. Y antes de entrar, miro la calle una última vez, como si pudiera atraparla en el acto. Nunca lo logro, por supuesto. La calle es más astuta que yo. Y esta noche, aunque no sé por qué, siento que, si me quedo en el balcón un segundo más, no voy a ver la calle que conozco. Voy a encontrar algo mirando hacia arriba.
¿Y si esta vez no fui yo la que inventó las historias? Y si esta vez alguien más me estaba imaginando a mí ¿y esperaba a que me diera cuenta de que no estaba sola, que no era la autora sino parte del guion?