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Don Pascual

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Dicen algunos antropólogos que en el origen de la jefatura, primera expresión del dominio y del poder político, los aspirantes a “gobernar” debían cumplir con dos requisitos: acumular excedentes y distribuirlos equitativamente entre los demás miembros de la tribu, en una ceremonia periódica festiva. En la comilona se sellaba el doble pacto entre la generosidad del donante y la lealtad de sus seguidores. En todas las culturas suceden variaciones de esa práctica, iniciada hace miles de años por el más hábil de los cazadores, el más apto de los agricultores o el más avezado de los incipientes comerciantes, los que intercambiaban productos. Mi sedentaria tribu vivía en la vecindad de don Pascual, su propietario jalisciense, un señor que desde la distorsionada óptica de un niño miope parecía siempre anciano, con el cabello blanco sobre su tez de criollo. Simpático y elocuente, el casero había viajado por todo el país en calidad de fotógrafo ambulante. Un día hurgué, junto con dos de sus hijos, en los cientos de rollos de negativos, tiras de película e impresiones que se pudrían en un bajoescalera oloroso a orines de rata y químicos fotográficos. Había fotografías de pueblos y ciudades, de fiestas familiares y públicas,
también algunas mujeres desnudas tomadas en poses “artísticas”. De ese archivo deben quedar apenas algunas huellas, pues ya estaba en pleno deterioro hace 50 años. Quedan las fotos de algún cumpleaños, hasta ahora nítidas y bien preservadas, pues fueron impresas en un papel especial, granulado, En una de esas fotos mi primo más cercano llora por el miedo que le tenía al excelente fotógrafo, detrás suyo se ve la cortina metálica tras
el cancel de madera y vidrio de la vivienda de mi niñez, que era lo que se conoce como “accesoria”. También era don Pascual laudero y músico autodidacta. Mi primera guitarra, pesada, pero de buena forma, aunque de sonido un tanto sordo por las gruesas láminas de madera de pino, me la vendió su constructor en sesenta pesos, que le fui pagando con los ahorros de mi salario de mozo. Más pequeño, antes de ir a la escuela, corría con mi colorida guitarra de palo apenas se escuchaban las primeras notas de “Las bicicletas”, melodía que abría el informal y lúdico ensayo del grupo formado por el padre, al violín, y dos de sus hijos, uno con guitarra y otro con mandolina. Al salir hacia la casa del mero dueño, un departamento que ocupaba un ala completa del segundo piso, del doble de tamaño de las
viviendas de renta, le decía a mi madre, voy a tocar con don Pascualito y corría a sumarme al juego con unos rasgueos desafinados a los que los músicos no hacían desaire. Ese buen hombre llegó a asentarse a México después de sus correrías por todo el país, que había andado de Sonora a Yucatán, como los sombreros Tardán y tras una aventura para hacerse
de pareja en el pueblo náhuatl de San Antonio Zoyatzingo, en el municipio mexiquense de Amecameca, al pie de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl. Para permitirle casarse con doña Félix, sus familiares lo hicieron subir a la cumbre del Cerro Retana –desde donde se ve con claridad el Paso de Cortés– y bajar cargando a lomo un tercio de leña; acto seguido debió comer unas gordas de frijoles con la salsa más picosa posible y bajárselas con un jarro de atole de masa hirviente. Sólo así sería digno de su mujer. Don Pascual era el casero, pero también el consejero familiar y el mediador en los conflictos vecinales. Como los primeros jefes tribales, hacía la fiesta del reparto de excedentes el día de su cumpleaños, el 17 de mayo, día de San Pascual Bailón, patrono de los fogones. Toda la vecindad era convidada al banquete servido en una larga mesa de tablones, dispuesta a la mitad del patio, entre los lavaderos y las escaleras que servían como asiento a la concurrencia. Había pozole al estilo de la tierra natal del festejado, arroz con mole, tamales, rejas de Jarritos de sabores y café
de olla. Alguien sacaba un Radson para escuchar viniles de la Matancera, la Santanera, Myke Laure, Los Panchos y Javier Solís. Tocaba un rato el trío de cuerdas y luego cada quien se recogía en su vivienda, mientras los adolescentes, a los que yo me acercaba, escuchaban “In a gadda da vida”, versión larga, de Iron Butterfly y bebían su caguama en el zaguán.

Carlos Román García

Ladera del Cañón del Sumidero, junio de 2021

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