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Diplomacia Macuspana / La Feria

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Sr. López 

Siendo adolescente, acompañó este menda a la abuela Elena a dar un pésame. Eran parientes de allá de Autlán. Todo mundo la vio con gusto pero una señora muy ancianita, le negó el saludo y dijo “¡ladrona!”, por un asunto de un rancho que -decían- el abuelo de la abuela, se había agenciado con malas artes del abuelo de la otra. Doña Elenita las tomaba de aire y contestó: -Deme un teléfono para decirle dónde está enterrado mi abuelo para que usted lleve al suyo y arreglen sus cosas entre ellos –se suspendió el rosario por las risas. 

Ayer se dieron vuelo nuestras autoridades, celebrando el bicentenario de la independencia nacional. ¡Qué pena con las visitas! 

La independencia no fue ayer, sino un día como hoy, 28 de septiembre de 1821. Si le duda, busque el texto del Acta de Independencia (en San Google lueguito la encuentra). Estas cosas pasan cuando se estudia historia en estampitas de la papelería. La cosa fue así: 

El 24 de febrero de 1821, en Iguala, Guerrero, Agustín de Iturbide proclamó el Plan de Iguala (claro), declarándonos independientes bajo cuatro principios: 1. Establecer la independencia (claro); 2. Mantener la monarquía encabezada por Fernando VII o alguno de los miembros de la Corona español (¡zaz!); 3. Establecer la religión católica como la única (lógico); y 4. Establecer la unión de todas las clases sociales (ahí vamos, no coma ansias). 

Luego, el 24 de agosto de 1821 se firmaron los Tratados de Córdoba (en Córdoba, Veracruz, claro), acordando nuestra independencia y que las tropas españolas se iban por donde vinieron. Firmó de parte nuestra, don Iturbide, jefe del Ejército Trigarante (las tres garantías eran: religión católica, independencia y otra vez, unión de todos… que ya nadie echara pleito); y de parte de España, a falta de Virrey, el jefe Político Superior de la Provincia de Nueva España, Juan O’Donojú, reconociendo a México como Imperio Independiente de la monarquía española. Lo malo es que Juan no tenía facultades para aceptar la independencia de ni un metro cuadrado de imperio español por lo que España se limpió el extremo inferior de su sistema digestivo con los “tratados” y así lo publicaron en su diario oficial (Gaceta de Madrid, 13 y 14 de febrero de 1822). 

Cuando en España estaban diciendo que los Tratados de Córdoba no valían, ya era tarde. El Trigarante ya había entrado partiendo plaza en la Ciudad de México, el 27 de septiembre de 1821 (después del desfile hubo Te Deum en catedral y gran banquete, cosa que se quedó de costumbre patria en México, celebración sin comilona no vale). El día siguiente, 28 de septiembre, se redactó y firmó nuestra Acta de Independencia (por cierto: ni uno de los insurgentes la firmó, tarjetita de presentación… ahí para la otra). 

Habrá quien diga que la fecha buena es el 27 de septiembre por ser cuando entró triunfal el Trigarante… bueno, pues hubieran puesto esa fecha al Acta, pero como no lo hicieron y se proclamó nuestra independencia el 28, es el 28 la fecha real, al menos jurídicamente. 

Y por cierto, ¿sí se fijó?, México quedó como imperio, independiente pero imperio, con “emperador” (el primero fue Iturbide). 

Ya luego de algunos pleitos y sombrerazos, con el liderazgo de Antonio López de Santa Anna, el 31 de enero de 1824 se disolvió el imperio y se firmó con representantes legales de los estados el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana, como república representativa y federal, con tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Así que hay chance de hacer otra pachanga en enero de 2024: el Bicentenario de la República. Suena bien. 

Más tardecito, el 28 de diciembre de 1836, México y España firmaron el tratado definitivo de paz y amistad, acordando los españoles, reconocer nuestra soberanía y ambas partes “olvidar para siempre las pasadas diferencias y disensiones”. Bonito. Eso se logró por las gestiones de la Santa Sede que nos reconoció la independencia desde antes. 

Y hablando de Roma: ayer se publicó la carta que el Papa Francisco mandó al Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, Mons. Rogelio Cabrera López, congratulándose por nuestro bicentenario de la independencia y mandando cordiales saludos a él “a los demás hermanos obispos, a las autoridades nacionales y a todo el pueblo de México”. 

Mandó saludos, no pidió las disculpas que nuestro Presidente le solicitó el 10 de octubre de 2020 en una carta con trece faltas de ortografía y puntuación (las dos más feas son haber escrito mal el apellido materno de su esposa, doña Beatriz, y haber puesto “constricción” en vez de “contrición”, que lo primero tiene que ver con andar tapado y lo segundo con el arrepentimiento que el Presidente supone debe tener el papado). 

La carta que el Papa manda a don Cabrera, es una elegante negativa, con raspón a las espinillas: 

“(…) es preciso hacer una relectura del pasado, teniendo en cuenta tanto las luces como las sombras que han forjado la historia del país (México)… en diversas ocasiones, tanto mis antecesores como yo mismo, hemos pedido perdón por los pecados personales y sociales, por todas las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización. En esa misma perspectiva, tampoco se pueden ignorar las acciones que, en tiempos más recientes, se cometieron contra el sentimiento religioso cristiano de gran parte del Pueblo mexicano, provocando con ello un profundo sufrimiento”. 

Si Roma nos pidiera disculpas por la evangelización iniciada hace cinco siglos, nuestro gobierno tendría que restituir todo lo que los reformistas le robaron a la iglesia católica en el siglo XIX y por el regadero de sangre que fue la Guerra Cristera entre 1926 y 1929, que en escala histórica es hace media hora. 

No hay país en el planeta que no la piense dos veces antes de intentar darle un recargón al Vaticano en cuestiones diplomáticas: tienen dos mil años de callo y la primera escuela de diplomacia del mundo -fundada en 1701-… y ante eso, muy ufanos nuestros egresados de las Academias de Diplomacia Macuspana.

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