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Después de tanto / La Feria

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Sr. López

 

El presidente Peña Nieto (no se le nota, pero sigue siendo), ha estado dando entrevistas con tufo de despedida con su pizca de nostalgia anticipada. Está bien, no es de palo.

 

El viernes pasado publicó La Jornada en su primera plana y a todo trapo, lo siguiente: “Aconseja Peña al PRI cambiar de nombre y de esencia”. Y sí, en el cuerpo de la nota, dijo a la reportera Rosa Elvira Vargas: “(…) el PRI tendrá que redefinirse y replantearse para poder seguir siendo una opción política para los mexicanos… (Cambiar) de nombre y de esencia, porque si conserva los apellidos entonces no funciona”.

 

Bueno. Ya se va y nomás deja recado de qué haría él: cambiarle nombre y esencia al PRI. Uno pensaría que ya procede su simple desaparición para dar paso a la organización de un nuevo instituto político soportado por las verdaderas personalidades que tenga (y tiene), y conducido por los liderazgos que le queden (que le quedan). Serían varios partidos lo que saldría. Como sea, igual no va a pasar (a ver quién le hace el feo al presupuesto que le dan).

 

Es interesante recapacitar que en México, la verdad, la verdad, no hemos tenido sino intentonas de consolidar verdaderos partidos políticos: en rigor, no hemos tenido una verdadera vida política nacional, articulada por respetables y serios partidos políticos en los que efectivamente participe la ciudadanía. Ya sobrecoge pensar que apenas hace 55 años (en 1963), la palabra “partido” apareció en la Constitución (cuando se crearon los “diputados de partido”). Así de joven es nuestro país.

 

Durante la colonia, obviamente no hubo vida política. Ya independizados, aparecieron grupos como los iturbidistas, borbónicos y republicanos, estos dos últimos promovidos por las logias masónicas que se establecieron en México entre 1810 y 1822. Las logias que llegaron fueron del rito escocés y del rito yorkino, los primeros partidarios de la monarquía (realistas), con tendencia al centralismo, conservadores; y los segundos, insurgentes, liberales y federales con inclinación por el sistema político yanqui (no en balde fue Joel R. Poinsett, representante oficioso de los EUA en México, el que trajo el rito yorkino a estas tierras).

 

Atendido Iturbide por un pelotón de fusilamiento, en 1824, yorkinos y escoceses se quedaron peleando por el poder hasta 1861, que eso fue la Guerra de Reforma, un agarrón terrible entre esos dos grupos masónicos, que estaban lejos de ser verdaderos partidos políticos. Ganaron los yorkinos, ya con divisa de “partido liberal”, frente a los del “partido conservador”, los escoceses. Patriotas en ambos lados, no se crea tanto cuento.

 

De 1861 a 1884, aparecieron en el país los “clubes políticos” que eran grupos de amigos del que se aventara de candidato a lo que fuera. Aparecían y desaparecían en cada elección (y cada elección era una mascarada, no se imagine cosas que no son), hasta que en 1884, don Porfirio Díaz se escrituró La Silla y al grito de “mucha administración y poca política”, ahogó la incipiente vida política que apenas quería nacer en México. Con dádivas o con cárcel y matazones, pero don Díaz, liquidó la vida política nacional (en primer lugar a los juaristas, aunque también se despachó al Partido Constitucionalista Liberal, de Ignacio L. Vallarta y Protasio Tagle, al Club de Obreros Antirreeleccionistas y al grupo de Salvador Díaz Mirón).

 

En pleno porfiriato, en 1892, nació la Unión Liberal, de Justo Sierra, liderando intelectuales y profesionales destacados. De eso surgió después lo que conocemos como  los “científicos”, grupo de financieros y gente del régimen, bajo la batuta del secretario de Hacienda, José Ives Limantour.

 

A esto agregue el comentario a favor de la dictadura de Díaz que escribió Emilio Rabasa (“Constitución y dictadura”, 1912), diciendo que la división de poderes estorbaba la acción eficaz del gobernante: “(…) un país en formación como el nuestro sólo podía llegar a su madurez institucional por obra de un gobierno fuerte y con facultades legales que le permitieran resolver, sobre el terreno y sin tropiezos de ninguna especie, los problemas que una realidad inestable y siempre fluctuante planteaba en cada momento”.

 

Vino Madero, tumbó a Díaz, Huerta lo asesinó, hubo “Revolución” y una cauda de partiditos locales caudillistas todos, nacidos en torno a un hombre fuerte, buscando treparlo y sin impacto ni interés real en la vida ciudadana. Llegó el PRI (PNR); cayó el PRI; vino el interregno panista (2000-2012), que poco significó para nuestra vida política. Los partidos siguieron como organizaciones en torno a sus propietarios que lejos de formar ciudadanía activa políticamente, empollaron prácticas cercanas al cacicazgo y el clientelismo político. Cero avance cívico.

 

Tenga presente lo de los “científicos” y lo que dijo Rabasa, para revisar lo que fue el régimen priista (1929-2000): los “científicos” no fueron tan diferentes a los “tecnócratas”, a los expertos financieros que se hicieron con el control del país desde 1982 (con de la Madrid); y lo de que el “gobierno fuerte” era necesario para superar una “realidad inestable y siempre fluctuante”, concuerda con la casi total hegemonía de más de 70 años del PRI, que sí construyó instituciones, pero anuló el nacimiento de una auténtica vida política nacional, sin real oposición, con partidos presenciales cuando no sus comparsas.

 

Pero ya llegó AMLO, se derrumbaron todos: PRI, PAN, PRD, los misceláneos, todos al caño.

 

El partido de AMLO, Morena (de él, no al que pertenece él), presenta todos los síntomas de los partidos caudillistas de principios del siglo XX: organizado en torno a un líder fuerte, tal vez el más fuerte desde Lázaro Cárdenas, y cuya fuerza incontestable se impone a todas las decisiones de sus seguidores, dentro de Morena y el equipo con que gobernará. Un mandón tiene adeptos, discípulos y fanáticos, pero su sombra impide el crecimiento de lo que este país necesita desde siempre: ciudadanía.

 

Bueno. De regreso a donde estábamos… después de tanto.

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