Antonio Cruz Coutiño
1. Llego al aeropuerto de la ciudad de México y lo primero es lo primero. A cambiar pesos mexicanos por euros. Siete mil, para lo que se ofrezca de aquí a establecerme en Salamanca. Paso a una primera revisión. Hacen quitarme el cinturón y la morralla, revisan mis zapatos. Sí. El sombrero y el reloj también. Luego al mostrador de KLM, la Royal Dutch Airlines. Ahí se entusiasman por el contenido de mis maletas: hurgan, manosean el tequila y mis calzoncillos, y hasta me dicen Hmmm ¡Qué rico chocolate! Son los tres paquetitos del Soconusco: dulce, amargo y con canela. Treinta y cinco kilos apunta la báscula. Aparte llevo el portafolios y la computadora.
2. Voy camino a la sala de espera, aunque para llegar a ella, bárbaros: cinco o diez cuadras. Un montón. Y aunque el de nariz y alas gigantescas ya está al otro lado del cristal, esperamos. En la pizarra se lee que el vuelo KL0686 México Ámsterdam de las 19:50 está a tiempo. Completo los ejercicios de un viejo libro de grecolatinas para distensarme.
Tal vez catorce uniformados, entre hombres y mujeres altas, rubias, impecables, cruzan inicialmente la puerta y el pasillo móvil. Luego van los de primera clase. Y, cuando por fin el megáfono anuncia nuestra partida, comprendo que el mundo de gente que aquí se ve, ha de viajar conmigo: doscientas, trescientas almas, no sé, pero la cola es inmensa. Lo cierto es que el gigante al que subimos tiene dos pisos: en la planta baja hay dos pasillos y tres filas de asientos triples, todos separados por cortinas a manera de estancos.
3. Voy justo a la mitad del vehículo, junto a un tipo joven, plaza vacía de por medio; quizás sea alemán, danés o de ninguna parte. No habla español, tampoco inglés, pero con la azafata se entiende. En lo que termina de llenarse y ser trasladado a la pista de despegue, veo por la pantalla del avión, imágenes de campos, ríos congelados y sobre ellos gente en patines. Aparecen mares, bosques, nieve, molinos de viento y en especial escenas diversas en donde un pájaro enorme, una garza albeante, acuatiza, emprende el vuelo, va y viene, a veces sola, en pequeños grupos, en bandadas. Ha de ser la cigüeña que en Europa abunda… pero la intención de KLM es evidente: pretende asociar nuestro viaje al vuelo de estas ninfas, probablemente el ave insignia del país o de la ciudad a donde nos dirigimos.
4. Me doy tiempo para echar una ojeada a la panza del animal. Camino hacia adelante, hacia atrás. Tal vez haya seis u ocho retretes. En una pequeña sección va alguien en camilla, y junto a él su enfermera. Hay niños, viejos, muchachos uniformados como scouts, deportistas, músicos. Sus vestuarios e instrumentos son inconfundibles. Van chinos o japoneses, gente de ojos rasgados, negros, enanos, alguien vestido a la usanza de los musulmanes, un par de escoceses o irlandeses barbados. Eso creo por las faldas que a cuadros llevan sobre las piernas. Gente, en fin, de todos los tamaños y colores.
Vuelvo a mi asiento y ahora un documental narra la historia de la aviación mundial, destacando la de Holanda. Me pongo los audífonos que entregan a todo mundo los camareros, sintonizo la traducción en español y me queda claro que uno de los primeros negocios formales de la aviación mundial se inaugura en los Países Bajos.
5. Apenas si me doy cuenta del momento en que despegamos. De cuando en cuando muestran por las pantallas el itinerario del viaje a dos planos. En el primero aparece el país, nuestro México, en el segundo, el continente. El dibujo del avión surca los aires, vamos hacia el norte de Veracruz, cruzaremos el golfo, entraremos al cielo de Estados Unidos por el este de Texas y así continuamos, mientras la azafata rubia, piernas de seda, me sirve de cenar y luego, con un guiño, una botellita de tinto. Frazada y almohadilla facilitan a todos los pasajeros. Las noticias transmiten el primer contacto de las autoridades palestinas e israelíes desde la muerte de Arafat. Informan sobre las secuelas de la invasión norteamericana a Irak…
6. Despierto cuando ya los camareros sirven el desayuno y la gente hace cola para entrar al baño. De acuerdo con las imágenes de la pantalla, cruzamos ahora mismo el cielo británico. Veo hacia la ventanilla y es cierto: a lo lejos, al fondo, se divisa el verdor de la campiña inglesa y el azul del majestuoso mar del Norte. Ambos apenas se delimitan por la línea de arena y blanca espuma del mar. Se observan cuadrángulos inmensos y pequeñas concentraciones densas, caminos como telarañas, todo resplandeciente y, más al poniente el sol. El monitor informa que la nave ha descendido, que ahora ni su altura ni su velocidad son de crucero y que directo vamos a casa, a la casa de ellos, a la ciudad de Ámsterdam.
7. El Boeing 747 desciende, es cierto, pero solamente me percato de ello porque siento necesidad de tragar saliva. Debo distender la presión de los oídos, pero de pronto bordeamos otras playas. Entramos a una especie de bahía, y hay barcos en ella, cargueros gigantescos; luego caminos, carreteras, canales, inmensas extensiones verdes, y luego la ciudad al fondo, densa y apretujada. Damos un par de vueltas, el tráfico es intenso según informan por el audífono, y mientras tanto observo una carretera como el espectáculo del trenecito que por vías, túneles y puentes atraviesa el campo (allá en la casa de mi vecino junto al uniforme del colegio). Ha de ser una autopista; cuatro o seis carriles. Los autos como en un continuum resplandecen sobre nuestros ojos, mientras la doble línea de árboles esbeltos que flanquean el camino, por Dios que son dignos de una estampa.
8. Ya estoy en el aeropuerto de Ámsterdam. Tranquilo. Hay dos o tres horas de tiempo muerto para la conexión. Voy a la planta alta, y desde un mirador solitario observo. Lufthansa y KLM señorean el patio. Desde aquí observo setenta, noventa naves; carritos y montacargas que van y vienen; blancos, güeros y negros, todos con el mismo uniforme azul. Camino a ratos. Me ahorran el esfuerzo unas bandas transportadoras que no conocía, y entro a una tienda de souvenirs holandeses.
Ahí encuentro zuecos de verdad, hechos de madera; olanes y otros tejidos minuciosos, miniaturas de vacas y campesinas gruesas con tocados altos, pequeños molinos de aspas extendidas, chocolates y quesos; mil maravillas. Me entretengo pero enfrente ya me espera la oficina migratoria: a señas me indican los uniformados que debo regresar. Que el carrito en que traía el equipaje debo ponerlo en su lugar. Checan mi pasaporte, sonríen por mi sombrero y me dicen algo como willkommen.
9. Habría caminado un buen tanto para alcanzar la sala de abordaje, pero aquí abundan las bandas y escaleras eléctricas, los elevadores. De donde quiera entran y salen tipos de lo más diverso y ya no se diga de sus indumentarias: hindúes, africanos, probablemente árabes, gente con turbantes.
Llego hasta el mostrador y, efectivamente, ahí se anuncia mi conexión: Ámsterdam Madrid, 14:45 horas, vuelo KL1705. La neta es que estoy absorto. Apenas si he esperado quince minutos y ya nos llaman adelante. Me indican que inserte en una máquina el talón del billete de viaje, el estrangulador mecánico se mueve para dejarme pasar, atravieso el pasillo y, de nuevo, un par de limpias sonrisas me saludan, llevan el uniforme de KLM, pero, ahora sí, el avión es de los comunes en México.
Sin demoras, la nave toma las pistas y ya va camino al cielo. Descubro ahora el tamaño descomunal del aeropuerto, pero en un abrir y cerrar de ojos nos sirven la comida. Pruebo ahora las cervezas Budweisser, de seguro atravesamos Francia.
10. Sí. Nos dicen que estos son los cielos de Francia; blancos, profundamente blancos, y, sobre ellos nosotros. Veo cierta regularidad: todas las nubes a la misma altura, todas siguiendo una misma ruta, como pompas de algodón y helado de coco. Ya es tarde pero desde aquí el sol se impone. Más allá el cielo se despeja y, por fin, ahí están. Las montañas, ríos y valles de la península. Se nota la mano del hombre en la regularidad de sus plantaciones; se nota en la erosión de sus campos, pero también en algunos bosques perfectamente delimitados; en sus ciudades, senderos y algún embalse. Verde, verde y de pronto ocre, sepia y amarillo, los colores de esta tierra.
11. Dicen por el altavoz que ya estamos próximos a Madrid, que nos pongamos los cinturones y que hace frío. Sigo observando y no me gustan esos socavones inmensos. Nos acercamos al aeropuerto. Nítidas se ven las hendeduras sobre la tierra. Veo densas nubes de polvo, cerros blancos y cobrizos, trituradoras e interminables filas de camiones. A diferencia del anterior, ahora el aeropuerto todo es de Iberia: rojo, amarillo y blanco.
Es mexicano y viene de Monterrey el tipo que me acompaña en el asiento. Que trabaja para una compañía en esta ciudad y que vive aquí desde hace tres años, según explica, mientras el equipaje llega. Sugiere hospedarme una noche aquí, luego tomar el camino de Salamanca, y que use el metro. Los taxis son caros, me advierte. Lo pienso, le doy vueltas, le hago de un modo y de otro, pero vuelvo en mí cuando un policía de aduanas me instruye.
12. Señor. Usted, el de sombrero. Venga acá con esas valijas. ¿Qué trae en la caja? Libros y una chamarra, le explico. La pulsea, la huele. No se anima. ¿De dónde viene? A ver, su pasaporte. Perfecto. Andando. Y sí, andando y todo cargado hube de continuar, pues aquí escasean las bandas transportadoras. Pregunto y ya me informan que he de subir por unas escaleras eléctricas, continuar a la izquierda, luego a la derecha y por fin a un gran biombo en donde se expenden pasajes. Y cuando por fin, afuera, veo una plaza y monumentos: ¡Hurra! Un grito se me ahoga en la garganta. Estoy en Madrid, jijos de sus chingada madre. ¡Qué bien me siento! ¡Qué a toda madre!
13. Supongo que ha de ser siempre así: la cosa más habitual del mundo, atravesar las ciudades hipertróficas en sus trenes subterráneos. Así que vuelvo a la estación Aeropuerto para perderme entre sus galerías, trasbordo en Nuevos Ministerios, tomo rumbo a Fuencarral y salgo en Chamartín. A pesar de su xenofobia, la gente es amable. Incluso ahora alguien me ayuda a subir el bulto más grande a la repisa: anaqueles que exprofeso llevan los vagones del metro. Por Dios, qué deleite viajar en estos coches. No hay grafitis ni grafiteros, ningún vendedor ni voceador de nada, poca gente y música clásica. Hay pantallas y altavoces que dan noticias, publicidad, y advierten cada parada. Estaciones de lujo, me cae de madres.
14. Llegar a las taquillas y andenes de la RENFE, la red de ferrocarriles de España, es cualquier cosa. Los anuncios me llevan de la mano. La gente corre, va y viene: van abrigados, llevan bufandas y gorros, portafolios y pequeñas bolsas. Entiendo que corren de regreso a casa, buscando el tren de la medianoche. Voy al mostrador de información y quejas; corro con suerte: el último convoy a Salamanca sale en un momento, a las nueve y treinta. Me atiende un tipo de lo más jovial. Usted no es de acá, ¿verdad? ¿Viene de Marruecos?, me inquiere. Ni lo permita Dios, pienso, y meneo la cabeza.
Deme un segundo, le digo. Vuelvo a mis maletas y me pongo el sombrero. ¿Y ahora a qué le parezco? ¿Hmmm?
¿Mexicano? ¡Claro que sí! Mexicano, le digo, pues, ¿Qué otra cosa podría ser? Y así me embarco billete en mano. Faltan tal vez cinco minutos para partir, pero ya los coches están dispuestos. La boleta del pasaje reza: tren 8911, coche dos, plaza 7v, salida 21:30, llegada 23:50.
15. Sobre el viaje, ni qué decir. Otra vez, estantes para el equipaje y asientos cómodos. Hay calefacción y retretes limpios. Un anuncio continuo indica las estaciones en que para el tren de lo más tranquilo. Veo poca gente, relajada, y son escasos los que se incorporan en cada terminal. En el coche van a lo sumo catorce almas. Es tal el contraste entre la luz del vagón y la oscuridad de la noche, que nada se ve tras los cristales, salvo nosotros mismos. Alguien trabaja en su portátil, allá veo dos periódicos extendidos, los chavos de enfrente se acarician, y el bamboleo del tren se advierte apenas. Quiero dormir pero mis ojos se niegan, mi cabeza bulle. Repaso las estaciones: San no sé qué del Escorial, Ávila, Peñaranda de Bracamonte, Aldealegua y alguna más. Zumba y se mece todo a mi alrededor y al final un silbatazo largo me despereza.
Finalmente, 16. Despierto y por fin, ahora, desde lo más profundo de mi corazón afirmo… que estoy en Salamanca, en la universidad ciudad, en la universidad Estado. Salgo, son las once, y, aunque el sol irradia luz, sus rayos no calientan como en casa, no calientan para nada. Hasta siento que las orejas se me entumen. Debo desayunar, hablar por teléfono y eso urge. Aunque no. Me dicen en el estanquillo que en la esquina vende libros, periódicos y tarjetas telefónicas que no. Que aquí está cabrón. Que el desayuno de cereal, leche y frutas solamente se ve en los restaurantes de los hoteles para extranjeros.
Rozo la redondez de los muros del templo de San Marcos, tomo la calle de Zamora y ya estoy en la plaza Mayor. Un hervidero en donde confluyen todas las calles y avenidas de la ciudad. Pero ya me desayuno. Seguro que a como Dios le da a entender, el camarero hace que prepararen una ensalada de berros, puerros, melón y peras. No es jugo, sino “zumo” lo que contiene el vaso. Al cereal llaman “mueslí” en vez de granola y… no pago en pesos, sino en euros de a diez y seis por uno.
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