Juan Carlos Cal y Mayor
Comerse al vecino no es un ritual, es un crimen. La llegada de los españoles a las tierras mesoamericanas no solo transformó el poder político y las estructuras sociales, sino que puso fin a una práctica que hoy, sin eufemismos, llamaríamos criminal. Entre los pueblos originarios, la sangre tenía un valor sagrado: era el vínculo entre los hombres y los dioses, el precio para mantener el supuesto equilibrio del cosmos. Pero ese “equilibrio cósmico”, tan romantizado por algunos antropólogos, no era filosofía: era dominación. Una forma de poder sostenida en el terror y la violencia ritual. Comerse al vecino no era espiritualidad, sino sometimiento.
LA PROHIBICIÓN DEL RITO DE SANGRE
Las crónicas de fray Bernardino de Sahagún y fray Diego Durán describen con precisión los sacrificios humanos y la antropofagia ritual: corazones arrancados, cuerpos ofrecidos a los dioses y carne repartida como símbolo de comunión. No se trataba de una devoción inocente, sino de un sistema político-teocrático que mantenía el control mediante el miedo. Los conquistadores y los misioneros lo comprendieron así, y el dominio español impuso una ruptura moral y jurídica.
Las Leyes de Indias prohibieron el sacrificio humano y la ingestión ritual de carne, considerándolos delitos atroces contra la fe y la naturaleza. Los tribunales de idolatrías persiguieron estas prácticas no solo por motivos religiosos, sino por humanidad elemental. La evangelización fue, antes que nada, un proceso civilizatorio: sustituyó la sangre por el símbolo, el miedo por la palabra y la violencia por la fe.
DE LA SANGRE A LA OFRENDA
Los frailes comprendieron que no bastaba destruir templos: había que transformar la mente. Canalizaron los antiguos ritos hacia expresiones cristianas. El sacrificio fue reemplazado por penitencias, procesiones y ofrendas simbólicas —flores, copal, velas o animales domésticos—. La Eucaristía permitió reinterpretar la antigua lógica del intercambio entre lo humano y lo divino: ya no se ofrecía la vida de un hombre al sol, sino la del Hijo de Dios por la salvación de todos. Fue un cambio profundo, más teológico que cultural, pero decisivo en la transición de la barbarie al sincretismo.
RESISTENCIAS Y PERSISTENCIAS
Aun con la labor misionera, en regiones apartadas persistieron restos de los viejos cultos. Algunos cronistas del siglo XVII registraron sacrificios clandestinos de animales e incluso de personas. No fue resistencia cultural, como hoy se pretende, sino obstinación bárbara: un eco residual de una cosmovisión que usaba la muerte como ofrenda. Con el tiempo, esas prácticas se diluyeron en una religiosidad mestiza, ya más simbólica que sangrienta.
CHAMULA: HERENCIA Y SUPERVIVENCIA
En los Altos de Chiapas, el pueblo de San Juan Chamula conserva una expresión de ese sincretismo. Su iglesia, dedicada a San Juan Bautista, combina elementos cristianos con ritos heredados del mundo prehispánico. El suelo cubierto de hojas de pino, las velas encendidas, las oraciones en tzotzil y el uso del posh conforman una espiritualidad híbrida, donde lo sagrado convive con lo ancestral.
Durante ciertas ceremonias de curación, los h’iloles (curanderos tradicionales) pasan una gallina viva por el cuerpo del enfermo antes de degollarla. Se cree que el animal absorbe el mal y muere en su lugar. No es resistencia cultural, sino continuidad simbólica: una supervivencia ritual de la vieja religión del sacrificio, tolerada por la Iglesia como una costumbre inofensiva.
EPÍLOGO: EL CH’ULEL Y EL ECO DEL SACRIFICIO
En la cosmovisión tzotzil, el ch’ulel es la energía vital que habita en cada ser. Cuando se fragmenta, la enfermedad llega; el sacrificio animal busca restaurarla. Esa idea del sustituto —una vida entregada por otra— enlaza directamente con el antiguo culto a la sangre.
La evangelización no exterminó esa cosmovisión: la depuró. Sustituyó el terror con fe, la sangre con esperanza. Porque en el fondo, el paso del sacrificio al sincretismo fue también el tránsito de la oscuridad al alma cristiana de un pueblo que, pese a todo, aprendió a creer sin matar.