Defensa de la doctrina de Boswell como suficiente por ser cultísima y necesaria por majadera IV pt. 2
- De una propuesta para embellecer la insostenible cantidad de delitos
Carlos Álvarez
Las impresiones en torno a lo inmerecida que debe ser el ejercicio de la violencia hacia las voluntades de los seres terrenales se encuentran ampliamente justificada, y ante esto, la humildad con la que se puede mezclar las pasiones humanas más rudimentarias con poderosos símiles estaría condenada a solicitar a las razones que solo puede ofrecer la locura alguna pintoresca metáfora para que la voz pública no sospeche que nuestro juicio está falto de imparcialidad antes un tema como la muerte. No deseo que se me conceda la oportunidad de tratar por separado la violencia y la muerte, porque son temas que requieren la omisión de nuestra franqueza; generalmente cuando conseguimos salvarnos del repudio conseguimos también ocultarnos del provecho que está contenido en la mayoría de los placeres involuntarios.
La vida es en general algo tediosa incluso para quienes no entienden mucho de ella, y suele ser insoportable sobre todo para quienes han entendido que no sirve de mucho entender mucho de ella. Hasta donde copiosamente han logrado las doctrinas cristianas saber que antes de alimentarse de los ardores de la lujuria y de los gozos inmediatos del oportunismo, es mejor matarse de hambre, nada puedo agregar porque este tipo de arte compete a las agitaciones de la santidad y de la muy horrida profundidad que está detrás de los afectos más dulces.
El primer ejemplo es de un hombre que dijo haber perdido toda su intranquilidad luego de que todos sus ejercicios intelectuales comenzaran a estar dedicados a tareas domésticas; con el tiempo alegó no poder disfrutar mucho tiempo del gozo del silencio porque su esposa se quejaba de alguna desproporción de su departamento, y sus niños impedían que su juvenil inclinación hacia la bondad se convirtiera en la falta de animosidad que la falta de generosidad de su familia jamás entendía. Digamos que de todas las afeadas acciones por las que una mujer suele ser el objeto de un odio generalizado, el hecho de argumentar la posibilidad de ser más feliz con la asistencia que antes hubo recibido de algún amante o de un padre es una de las punzadas más dolorosas que puede recibir un ser que por no llamarle insuficiente, podemos decirle inacabado. Este fue el caso del hombre, quien sufrió como nadie el hecho de tener que engañar a su mujer con sus horarios laborales para evitar abatimientos domésticos, fortalecer su vivacidad y lograr importar modales más magnánimos a sus hijos. Para cuando su mujer profanó sus huestes con un vecino más pequeño y más pobre que su esposo, el hombre no pudo más que desterrase de la ignorancia con la que obran quienes bajo la furia de sentirse traicionado atentan contra lo primero que se encuentran fortuitamente; se las ingenió para hacer una comida a la que asistió el vecino con su esposa; le dio de tomar un laxante y cuando se dirigió hacia el baño, nuestro cornudo hombre empleó sus talentos para la cordialidad para abandonar la sala sin ninguna sospecha y colocó una toalla en la boca de su colega, y de esta manera los sentidos del vecino abandonaron de la forma menos déspota el plano terrenal.
Usted, lector, fantasioso se imaginará una escena en donde el artífice sale a la sala para confesar a su esposa y a la otra víctima las consecuencias de su decepción, pero estas son nimiedades; da igual si el artista, –que de ninguna manera soportaría que se llamara un homicida– confeso en ese mismo momento o huyó hacia un país de origen asiático para no ser nunca antes visto. Me servirán tres razones, la primera es dicha por Johnson, quien dice que es más insoportable que buscar la posesión segura de placeres del presente, y nada más estúpido que buscar poner frenos a la imaginación; la segunda es dicha por Boswell, y esto es que la sospecha de un mal no solo es suficiente para evitarlo, sino que es causa siempre de agravios más grandes; la última creo que pertenece a De Quincey, y esto es que así como la inconstancia de nuestro presente no tiene ninguna relación con las constantes involuciones de nuestro futuro, lo mismo es creer que por obra de algo que no sea un milagroso hado, somos capaces de sentir antes que pensar en lo que hemos sentido.
Santo Tomás lo explica mucho mejor en su Summa, pero la confección de mis papeles no puede limitarse a justificarme por autoridades por más sagradas y decentes que sean, y únicamente puede hallar un lugar en el entendimiento estimando conceptos cuya reputación, si no es precisamente la mejor por ser irrelevantes en nuestros litigios públicos del día a día, son inmanejables por ser relevantes en la administración del lugar que se nos es asignado en el mundo.
Matar por amor no es algo nuevo, aceptar la muerte con toda disposición por más bestial que se nos presente tampoco es del todo inédito; pero cometer un adulterio con nuestra vecina para cobrar un seguro cuya cláusula responde a ser asesinado en un límite no mayor a un kilómetro aledaño a nuestro hogar con el fin de pagar una enfermedad intratable para nuestra esposa, es el acto de profesionalismo de grado más noble que no puede ser traducido por otro cuidado que no sea vindicado por las estrictas unidades del arte.
Sería fácil depositar nuestra atención en el secreto heroísmo que estuvo todo el tiempo detrás del hombre que inicialmente pareció haber cometido la peor de las traiciones que puede haber entre un ser y otro; pero esto sería un desperdicio de nuestros esfuerzos; en los homicidios dolosos los forenses hace uso de una doctrina que no está al alcance de muchos la cual solo puede ser resumida por las siguientes palabras de San Agustín, las cuales dadas las ignorancias de los lectores actuales y el oportunismo que permisivamente puede existir en algunos de mis oportunismos, no traduciré literalmente: “Dime, Señor, tú que siempre vives y nada muere en ti, y que antes que todo fuera aun ya eras no siendo, y que permanece en tu persona la causa de todo lo que es inestable, y vive en ti las infinitas razones de lo que es temporal, que me diga tu misericordia a mí porque nada tengo que suplicas no sean, ¿si por ventura he sido algo en alguna parte?”
Abusaré lo suficiente de esta declaración del Santo para considerar que así como uno de los preceptos más repetidos, no solo por el cristianismo sino por miles de doctrinas que pregonan las mieles del respeto, es que la base de cualquier harmonía es considerar que no somos nada, sino que difícilmente podemos ser un poco más que meramente algo. Ahora, considerando que en nuestra actualidad las artes preservan su vitalidad por el irracionalismo que nos hace estar profundamente afligidos por la falta de compasión en alguna escena y a la vez complacidos por los efectos de la angustia y el resentimiento, puedo considerar que el asesinato de este hombre infiel cumple cuando menos en esencia con los hados que las artes solicitan a la laboriosidad de nuestras acciones.
Ahora en cuanto a unidades estructurales, por así llamarlas, se tiene que considerar que así como el altísimo atributo de las narraciones es ser espejo de la indignidad o la nobleza de nuestras costumbres; lo mismo sucede con la gloria de las representaciones teatrales, la cual no nos ofrece máximas en cada transición episódica, pero nos ofrece sentencias corporales que tanto nos agradan como nos ofendes, y esto a veces es deformidad del cuerpo de los actores, y otras falta de licitud en sus movimientos. De todas las rudezas y barbaridades que el vulgo ha canonizado, acaso una de las que más daño han ejercido en nuestra búsqueda insaciable para domesticar con la razón nuestra monstruosa naturaleza, es considerar que las acciones son una fuente más estable de deleite que las ideas. No podríamos aplicar las unidades griegas en el arte de arrebatar la vida a alguien; no podemos examinar los grandes vicios, en palabras de Lope, si no es mediante ya gastados pensamientos, mal empleados conceptos, ambiciones disuadidas, y sentencias simples; lo verdaderamente artístico del asesinato se hallaría en este sentido en elaborar un tratado por cada acción, y bien sabemos que lenguaje y pensamientos son capaces de hacer que diga el bien banalidades y el mal hable de honores.
De todas las dificultades que el espíritu de nuestra humanidad actualmente pasa, quizá la más banal y monstruosa sea haber vuelto a los símiles razonamientos; no me atrevería a decir que estoy diciendo algo nuevo, únicamente tomo la muy buena razón que Robert Burton dio en su Anatomía de la melancolía. Un ser desgraciado implora por ayuda porque sufre, no porque no entienda por qué sufre; decir que la sociedad es un sistema es algo arriesgado y hasta poético; decir que nuestras acciones son milimétricos engranes hostigados por fuerzas materiales que profanan nuestra mecanizada voluntad es algo novedoso y pertinente en el sentido exclusivo que no sea la explicación más convincente. Porque en el mismo sentido que consideremos que nuestras conductas, nuestros déficits, y nuestras enfermedades con el efecto de una fuerza social que aún no puede ser explicada, significa que en esta titánica pieza de aluminio llamado mundo debe existir algún mecánico tenga cierta idea de su funcionamiento; en otro sentido más divino, debe de haber una lógica común por la cual ese motor fue hecho.
Ahora, respecto al asesinato como lo que sería nuestra octava bella arte, lo primero que debemos considerar es que la ferocidad y la maldad de un acto de esta índole es indiscutible; y que la belleza de un acto naturalmente malévolo como darle un puñal directo al riñón de alguien que no nos llamó por nuestro nombre, no solo es demasiado simple para que no valga la pena ser algo definible, sino que de las cosas menos vagas que puede existir entre uno y otro ser como para no ser algo, si no admirado, discernido.