Defensa de la doctrina de Boswell como suficiente por ser cultísima y necesaria por majadera II
Carlos Álvarez
Me mortifica muy poco solicitar la atención hacia razones que no expreso lícitamente con la misma frecuencia que implique una y otra vez pedir disculpas por no ganarme la confianza que ofrece comunicar las intenciones de nuestras obras. Esto es por así decir, la idea general de la biografía que Boswell hace de Johnson; el estudio de nuestras conductas excede el alcance de la simpleza con la que mis reflexiones pueden ayudarme a salir avante de discusiones en las que se requiere de un conocimiento que se aleje lo más que se puede de las correcciones más abstractas. Hay una serie de indecencias y exageraciones que se sobreponen entre el Boswell gordo descrito como por sus contemporáneos como un vicioso con talentos despreciablemente alegres, y un Johnson melancólico miserable y memorioso con la misión sin precedente de agrandar la inteligencia de todas las clases de los que integran su nación, que vuelve delicioso cada pasaje de la obra; esto es responsabilidad de los poderes de Boswell. Hay un asunto más divertido que vuelve patético el libro: Boswell no para de aborrecer la insoportable e innegable virtud de su juicioso amigo, y Johnson no para estar insatisfecho con las glorias secundarias de su trabajo a la espera de una obra que yo he decidido suponer que el autor no podría haber gozado ni siquiera estando entero de todas las facultades del cuerpo que el considero que se trataban de algún favor que solo los cielos entendían. Los personajes suelen ser medios o excusas para la postulación de nuestras ideas; dependiendo de los poderes intelectuales, del tamaña de la vanidad que es necesaria para querer entender cualquier cosa, podemos labrar un personaje concebible mediante comparaciones sobre la virtud y el vicio, la gloria y el deshonor, el bien y el mal, que no afecten de ninguna manera las normas fijas de la naturaleza humana. El Napoleón de Carlyle, a veces es gentil, discreto, honrado, y puede entretenerse con cierto amor ciego hacia sus vasallos; sería tonto de mi parte permitir que de todas las dudas que favorablemente favorecen a que mis sentidos sean beneficiados de secretos prejuicios, juzgue con la misma vara a un revolucionario y a un vecino tan solo porque lo he observado lo suficiente para conocer más el curso de su vida que el mío. La existencia es muchísimo más amplia y deliciosa de lo que cualquiera de nuestros limitados sentidos podría quejarse cuando cree haber entendido una parte de ella, o loar cuando entiende que ni siquiera las cualidades más originales de la vida que han sido postuladas por las filosofías mejor elaboradas son antes irritantes que verdaderas. No me atreveré a gozar de la suerte que las coincidencias y los plagio suelen expresar mejor al lector una idea que alguien más de quien no tenemos noticias las expresó antes, pero diré que no me interesa en absoluto someter mis impresiones a la idea de que la existencia sea ridículamente vasta e insoportablemente inagotable, como para emplear una balanza que emplee herramientas desagradablemente vagas, como lo es la imagen de cualquier recuerdo, y cualquier razón que sea desgraciadamente incierta, como es cualquier palabra hablada por cualquier ser humano, que me haga desperdiciar mi tiempo en comparar si los personajes de Wilkie Collins tienen más articulaciones y grasa en las axilas que los de Balzac, o si a los personajes de Lope les salen canas antes de los de Goethe.
Cualquier pasaje escrito por el autor más inútil y falto de poder divino para expresar de forma admirable las ínfimas partes de los temperamentos de los seres siempre me resultará más vívido que el acontecimiento más trágico del que mi alma pueda ser víctima, según el ímpetu de mis buenas suertes, o presa, según la rigidez de mis malos pensamientos. Sin embargo, hay un sentido, en palabras del Señor Moore, en el que el alma de cualquier persona es ridículamente incongruente con sus acciones, y sus pensamientos son accidentalmente exactos con los movimientos de la realidad, que hasta donde deseemos entender que la existencia se integra por favorables parcialidades de méritos, gloria y razón, existen diversos modos de vida como para que en el mismo sentido por el que alguien que se entregue demasiado a las delicias de limitados sistemas como los de las artes se lamente de la brevedad de la vida, existe otro para que las capacidades más originales, los defectos más interesantes, los desvíos más irracionales, los gustos más refinados, la más noble u honesta expresión de tiernos ideales, los ademanes más vulgares, y la relación de las mismas ideas con las mismas pasiones, esté contenida, de forma no secuencial, en la existencia del ser más anónimo con el convivamos en cualquier momento de nuestras vidas por algún milagro de alguna suerte que tampoco podemos entender; este ser resultaría ser de una forma tan seráfica e imperial al punto las infinitas posibilidades que la razón permite que exista entre un deseo y otro, nos permitiría establecer sin alguna antipática exageración o algún sarcasmo indeseado una relación clara entre un alcohólico analfabeta y Hume, porque un ser resultaría ser todos los seres, y buscar a Hume en Hume y no hallarlo, porque no existe tal cosa como un solo ser ni siquiera en un solo ser; hasta donde he recibido cierta instrucción indecente de las razones del señor Boswell, esta idea es la que prevalece en toda la obra y por lo cual mi memoria se ha enriquecido los suficiente de sus alegres composiciones como para defender cualquiera de sus ideas más innobles, y menos viciosas, y de hecho, defenderla precisamente porque la mayoría de sus ideas además son viciosas e innobles porque son verdaderas.
Nuestro intelecto tiene cierta libertad concedida por quién sabe qué fuerza para hacerse de nociones de formas más perfectas de las que nuestra experiencia puede registrar; desentendiéndose del grado de abstracción al que seamos adeptos o de cuán devotos seamos a infinitas promesas que el entendimiento ofrece sobre el universo mediante sistemas perfectamente comprensibles y eventualmente ineficientes, podemos creer para nuestro beneficio que la tristeza, la crueldad, el ardor o la piedad están hechos de una cifra que pertenece a alguna ecuación que puede resolverse pero que lamentablemente ningún Dios ha terminado de completar; esto puede probar que los seres humanos estamos más cerca de ser inteligentes bajo las mismas normas de la inercia con la que los animales resuelven sus necesidades y sus desdenes a veces hasta de forma poética, que de deslumbrarse con el ejercicio de la virtud y las ideas de lo que es perfecto. Hay un grado incalculable de sentido en nuestro espíritu como para que la misma pasión que haya sido capaz de despertar los sentimientos más deliciosos como aquellos que se sobreponen de forma irracional a todas las vicisitudes, desde la horrida pérdida del honor hasta las espontáneos malestares que hacen parecer nuestras tranquilidades estériles y excéntricas, pueda ser más tarde una melancolía irrevocable que nos haga sentir el dolor más repentino e interior del que no podamos sacar ninguna lección que no sea la idea que nada en esta vida vale la pena. Esta inconsistencia nos puede conducir a respetar cualquier costumbre que hayamos repetido lo suficiente como para que nos haga creer que tenemos todo el derecho a reclamar alguna porción de las más universales de las pasiones como una propiedad exclusiva de nuestro intelecto.
Habrá quienes posean una inclinación a los placeres más ornamentales, que prefieran la excentricidad de las ciertas expresiones verbales, sean devotos de los arrebatos más bucólicos, que consideran aborrecible el exceso de lo común e imperdonable los sentidos más inmediatos. Pero existe cierta inclinación mucho más amplia y antigua que consiste en, si bien no adorar todo lo que signifique una poderosa vindicación de los poderes que la naturaleza tiene sobre nuestra voluntad, en apreciar los placeres más profundos y las pasiones más nobles que suelen estar representados por los arrebatos de hombres y mujeres comunes; dichos ademanes suelen significar hechos que están un poco por encima de cualquier ventaja que nuestras capacidades pueden obtener de observar todo a una buena distancia para no defraudar a nuestra razón cuando nos damos cuenta por enésima vez que los hábitos están erigidos sobre nimiedades, y que bajo largos intervalos sin estudio y por la inercia de injustas aplicaciones del olvido, no logran estar en sintonía con ninguno de nuestros deberes o aspiraciones.
En este sentido la Vida de Samuel Johnson me parece el libro más honesto en cuanto se trata del estudio de lo único verdadero que puede representado en algo desesperante y hermoso como las letras, y que puede impedir que no se entienda la virtud de algún rey persa como algo aborreciblemente fortuito o producto del vigor mental de un académico, como son las pasiones.
La mayoría de los filósofos suelen exaltar la naturaleza humana y ser optimistas con el porvenir, o bien, ser asquerosamente pesimistas con cualquiera que sea el destino que tengamos derecho a despreciar sin conocer y tienden a sentir indignación por cualquier pasión de la que la humanidad saque alguna ventaja. Hay hombres que se han entregado a descifrar las más altas de todas las pasiones y para su desgracia no han descubierto otro precepto que no sea que todos debemos entender que una de las más bajas de todas las pasiones es buscar las más altas; puedo creer que existan hombres entregados por completo a una industria que no sea el honor de cualquiera que sea el oficio que Dios o la suerte le han obligado a cargar de la mejor forma que su naturaleza sea capaz; me negaré a creer con todo mi espíritu que si un hombre no está llevado por el temor de la deshonra, o el amor a la gloria, no es más que un descerebrado.
Para bien del declive en el que nunca se han dejado de hallar mis facultades, los doctores siempre han ofrecidos convincentes soluciones: una es creer que lamentablemente mis ambiciones han superado en tamaño las herramientas que he tenido para cumplirlas, la otra ha sido que por una razón que la medicina aún no descubre, mi caso tiene muchas más razones de las que los anales de la anatomía actualmente poseen para declararme un tonto. Este ejemplo solo ha de servirme para probar las deficiencias que integran las varias calidades de las que está fabricado todo conocimiento, para admitir que la existencia está constituida mayormente por malos entendidos y para justificarme cada vez que no se me entiende para favor solo mío.
Johnson dice en la imitación de la décima sátira de Juvenal: “el clamor más general sigue asaltando el poder de los cielos, y la riqueza o la ganancia no son más que contaminadas ondas de sentidos; pocos saben del miedo, menos de las preocupaciones de los quisquillosos estadistas, y nadie de quienes sus obras odian o de quienes heredan sin saber a dónde va el mundo.” Boswell dice que en el periodo que fue compuesta esta sátira Lord Chesterfield auspiciaba a Johnson y que tanto se pudo ver reflejado en esta obra su mecenas, que mejor fue privarse de decir cosa que corrigiera la tiranía con la empleaba su razón aquel hombre que tan buenas razones heredó a su hijo, y para mérito solamente suyo entendió lo que iba significar corregir a quien todo lo entiende porque todo lo tiene. Boswell describe que un hombre admitió que el mérito de alguien como Chesterfield era mínimo en comparación con los poderes que afortunadamente Johnson había entendido que a pesar de ser infinitos estaban limitados en un sentido desgraciadamente no muy del todo racional. Por más vanidoso que sea un hombre, siempre puede ser lo suficientemente honesto para admitir que no recuerda la mentira que empleó para salirse con la suya; un hombre verdaderamente inteligente está lejos de pensar necesario exponer las debilidades de sus congéneres. Se me enseñó a ser más rígido que miserable, y esto quiere decir que cada cartílago de mi espíritu ha entendido que cumplir con anticipación un favor es señal de ingratitud, tanto como no responder cuando se nos ofende más es signo de ineptitud que de prudencia. Hay una idea particular que Boswell sacó de este anterior un precepto que diría más o menos que hay que buscar la virtud no tan virtuosamente y que es una cuestión que muy seguramente tomó de los Christian Morals de Browne; dicha empresa dice lo siguiente: