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Deepfake, el funeral de la verdad / Sarcasmo y café

Deepfake, el funeral de la verdad / Sarcasmo y café
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Corina Gutiérrez Wood

La verdad ha muerto, queridos lectores.
Le hicimos un funeral discreto, sin flores ni velorio, porque ahora todo se puede falsificar, incluso el luto.

Estoy escribiendo esto desde un búnker emocional. Afuera, la verdad está siendo violada con efectos especiales y música de fondo. Y lo peor es que nadie corre, nadie grita, nadie se indigna. Todos dan like.

Imagina esto: abres tu celular una mañana cualquiera, café en mano, mente en modo avión, y te llega un video tuyo diciendo que odias a tu mamá, apoyas el fascismo y que tu comida favorita es el hígado encebollado. Tú sabes que no dijiste eso. ¡Lo sabes!

Pero el video está ahí. Con tu cara. Tu voz. Tus gestos. Y lo peor, con subtítulos. Y empiezas a dudarlo. ¿Si lo dije? ¿Lo habré soñado?

Para quienes aún vivimos en esa hermosa ignorancia digital, donde el agua es potable y los políticos dicen la verdad (fake), les explico: un deepfake es una obra maestra de la manipulación. Una mentira con efectos especiales, creada por inteligencia artificial, que puede hacer que cualquiera diga o haga cualquier cosa. Así de mágico. Así de peligrosamente… hermoso.

Bienvenidos al mundo de los deepfakes: esa joya de la inteligencia artificial que no cura enfermedades, no resuelve el cambio climático, ni cuida las áreas protegidas, pero sí puede arruinarte la vida en 45 segundos. Todo muy práctico.

Al principio sonaba divertido, ¿no?
“¡Mira! Darth Vader pidiendo perdón por su infancia difícil.”
“¡Qué risa! Barbie explicando el feminismo radical.”
“¡Jajaja! Voldemort en terapia de manejo de ira.”

Pero pronto nos dimos cuenta de que no se trataba solo de videos divertidos e inofensivos.

Porque si se puede hacer que el presidente renuncie en cadena nacional en medio de una mañanera, también se puede hacer que tú aparezcas recibiendo sobres amarillos con cara de “así se hace en todos lados”.

O mejor aún, que declares entre aplausos que el INAI no hace falta porque tú tienes “otros datos”.

Con algo de magia digital, ahora cualquiera puede decir lo que nunca dijo, hacer lo que nunca hizo y meterse en escándalos que jamás vivió. (O que sí vivió, pero ahora puede negar elegantemente con una frase mágica: “Eso es un deepfake.”)

Y lo mejor (o peor, según desde dónde lo mires) es que la calidad de estos videos es tan buena que ya ni tú sabes si lo hiciste o no. Uno empieza a dudar: ¿Será? ¿Estoy en una simulación?

Los deepfakes no solo distorsionan la realidad: le dan un guion nuevo, mejor dirigido, con mejor iluminación. Y en este nuevo universo cinematográfico, la verdad ya no tiene presupuesto. Ni defensa legal. Ni derechos de autor.

Claro, no es nuevo. Los humanos siempre hemos mentido: con palabras, con silencios, con Photoshop. Pero lo de ahora es arte. Es mentira premium.

Una falsedad tan pulida, tan realista, tan perfectamente creíble, que hasta la verdad original empieza a sentirse mal maquillada.

El otro gran hallazgo de esta tecnología infernal es que ha revivido una excusa que estaba al borde de la extinción: “Eso no soy yo.”

Ahora ya no necesitas pruebas. Solo indignación fingida, un tono solemne y buen manejo de redes sociales. “Ese video está manipulado por inteligencia artificial.”

Y ¡BOOM! eres inocente. O al menos lo suficiente para que la duda te favorezca.

Perfecto para políticos, tramposos, celebridades con hobbies dudosos y cualquier ex con más carisma que lealtad.

Mientras tanto, los inocentes son los que pagan.
Personas reales están siendo difamadas, chantajeadas, sexualizadas digitalmente sin su consentimiento. Pero bueno, detalles, ¿no?

Al fin y al cabo, el algoritmo no distingue entre entretenimiento y agresión. Solo mide el alcance. Y si arde, se viraliza.

La ironía más fina es que no llegó de la mano de Dr. Doom, el dictador científico que gobierna un país ficticio con más disciplina que cualquier potencia real; ni de Dr. Octopus, el genio loco que se implantó cuatro brazos robóticos para ser más eficiente en el caos; ni de Norman Osbourne, el millonario obsesionado con perfeccionar un suero que terminó convirtiéndolo en el Duende Verde, prueba viviente de que un mal experimento puede arruinarlo todo.

No, esta joya tecnológica la creamos nosotros, la compartimos, la celebramos.

Le pusimos música. Le dimos like. Y ahora la verdad está de vacaciones permanentes, desangrándose en una esquina del internet, mientras todos estamos demasiado ocupados haciendo reels y creando contenido.

Porque esa es la parte más deliciosa del colapso: que se ve bonito.
Que si la mentira tiene buena edición, ya no molesta tanto.
Que si el video me conviene, me lo creo.
Y si me incomoda… ah, seguro es un deepfake.

Nos estamos convirtiendo en una sociedad donde los hechos son opcionales, la opinión se disfraza de evidencia y la única verdad aceptable es la que entretiene.

¿Es verdad? No importa. ¿Está bien producido? Eso es lo relevante.

Y sí, reírse está bien. El cinismo también tiene su encanto.
Pero no saber en qué creer ya no da risa.

Cuando todo puede ser falso, entonces también todo puede ser cierto.
Y ahí empieza la pesadilla, una en la que ni la inteligencia artificial te puede sacar viva.

Imaginen vivir en un mundo donde proteger tu identidad en línea es más complicado que armar un mueble de Ikea sin instrucciones. Donde un escándalo no necesita pruebas, solo una buena edición. Y donde la reputación de cualquiera puede ser pulverizada desde un sótano con Wi-Fi.

Quizá la verdad no murió.
Quizá solo se disfrazó de meme para que la veamos sin miedo.

Y aquí estamos, en el funeral de la certeza, tomándonos selfies con el cadáver

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