Carlos Álvarez
Nada es tan halagador para nuestro entendimiento si no aquellos principios que nos dan la posibilidad de tener un poder verdadero sobre nuestros semejantes, y nada es menos complaciente para nuestro ánimo que ver frenadas nuestras empresas por la cautela, la excelencia o la prudencia de alguien más. Que nuestras ambiciones sean exhibidas públicamente no es antes una señal de lo viciosa que es nuestra conducta si no antes de lo inferior que es nuestro entendimiento. Nuestra razón siempre está más próxima a ocultarnos todo tipo de obvias degeneraciones y de pasar por alto las deformidades de nuestra naturaleza que el público ha condenado; salvo por incidentes muy especiales, nuestra percepción suele extenderse hacia cierta benevolencia hacia nuestros defectos que termina por ocultar la gravedad de nuestros defectos y maximizar las mínimas faltas de los demás. Las pasiones suelen estar marcadas por cierta regularidad que es demostrada una y otra vez por todo tipo de accidentes de nuestra existencia; cierto es que no podemos considerar un precepto absoluto en cuanto trata de explicar el origen de cada pasión, pero es un despropósito mucho más grande no creer que existe un curso ordinario en las emociones en el que todas nuestras acciones pueden verse reducidas nociones más pequeñas y máximas universales.
Hay entre la gente que se ha apropiado con no mucha dignidad el nombre de alcurnia, entre quienes existe la idea de que los seres de rangos más inferiores sienten una necesidad más grande de no deshacerse de sus posesiones; también existe una creencia en las criaturas del vulgo, que no por ser más obvia es menos compleja, de que entre los seres de clases más elevadas existe la idea de no saber qué hacer con sus bienes. No es menos fácil de deducir que ninguna de estas consideraciones es algo que debería creerse en un tiempo como este, y esto es legítimo en el caso exclusivo que pensemos que nunca ha habido un tiempo en el cual podamos creer que lo que pensamos es algo verdadero. De nada podemos hablar con más certeza si no de aquello de lo que no tenemos conocimiento, y como mi desconocimiento está sumamente especializado en las pautas que dotan de cierta dignidad a los ricos y en las formulas por las que ningún miserable debe ser minimizado, no creo que nadie pueda estar mejor capacitado para atreverse a elaborar un esquema en el que todo tipo de seres pueden estar alegres de no estar en lo cierto.
Primero debo decir que creo -aunque no lo haga, es responsabilidad solo mía gozar de los beneficios de este mal- la obsesión por poseer un número más amplio de bienes no depende de acciones que podamos detallar mediante observaciones profundas; tan pronto como contemplamos que una pasión es insoportablemente irracional, nos vemos obligados a entender que la mayoría de las cosas irracionales no solo son desafortunadamente verdaderas, sino que la mayoría de las cosas verdaderas son lamentablemente irracionales. De forma más o menos sucesiva podemos examinar cada causa de cualquiera de nuestros deseos y notar una y otra vez que el sentido común está mucho más cerca de ser una noción tolerable de lo que los arduos y sofisticados exámenes de las acciones están de ser una idea verdaderamente entendible. No puedo creer que todos nuestros intentos para explicar las emociones estén errados por culpa de deducciones superficiales y de preceptos circunstanciales; en el mejor de los casos me gustaría pensar que no hay una sola emoción que no sea superficial y que por ende no hay ninguna razón que al explicarla no parezca insuficiente; en el peor de los casos tendría que creer que no existen emociones, sino que todo el universo es más o menos una deducción involuntaria.
En este último argumento es que recae una de las más preciosa contradicciones de las que el género humano puede sacar provecho: si nuestros pensamientos son desastrosamente irreconciliables con nuestras acciones, la mayoría de los objetos más remotos e inapreciables como el mérito, el amor, la historia, el tiempo, las ideas, etc., no solo son despreciables porque no podemos entenderlos, porque en cualquier esquema lógico todos los elementos de nuestra naturaleza son eventualmente imperfectos, sino que son despreciables e insoportables porque lamentablemente podemos entenderlos.
Ahora bien, la misma destreza que podemos aplicar para la justificación de nuestros anhelos es la misma empleada para que en grados más ocultos e incalculables la maldad encuentre formas de hacerse pasar por accidentes e intenciones incomprendidas. Es entonces que las mismas herramientas con las que podemos estimar la amplitud y la dimensión de un mal, podemos minimizar la maldad y el peligro de nuestros actos. La única manera en la que no podemos pervertir la sencillez de los bienes más comunes o mal interpretar las amenazas de una perversidad es reflexionando y repitiendo las mismas máximas. Muchos críticos, como Shaw, Carlyle, o Bloy fueron ingeniosos para probar que casi todas las cosas en el mundo aun son demasiado nuevas como para tratarlas con la seriedad absoluta con la que solo pueden tratarse todas las industrias que no valen la pena pensar más de una vez; Rousseau, Ruskin, Chesterton, entendieron que habíamuchas razones que podían ser entendidas de mil formas, y que por ese mismo sentido debían de ser expresadas mil veces de la misma manera.
No es un secreto que quienes han considerado que la única forma de preservar la tranquilidad de las sociedades es reprendiendo las transgresiones de todas las criaturas, han apreciado que en el fondo las razones terminan por ser ineficaces en algún grado para la administración de las pasiones. Muchos de los daños pasan desapercibidos en reflexiones tempranas, pero una vez que reconocemos lo inflexible que puede ser un estado de nuestro ser, no tenemos otra tarea que no sea elaborar máximas de uso general que impiden la reproducción de conductas malignas; podrán haber épocas en las que la bondad parezca sombría, la ternura resulte perversa, la decencia sea imprudente, o la modestia sea una condición negativa; habrán tiempos en los que se considere muy en serio, como Bloy sugirió, que la pobreza no es solo sea el peor de los crímenes, sino que se trate del único condenable; otros en los que los que el mundo sean como personajes de los cuentos de kipling, y la insensatez resulte ser la obra más racional de todas las posibles.