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De roedores y otros sueños / Crónicas de Frontera

De roedores y otros sueños / Crónicas de Frontera
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Antonio Cruz Coutiño

Bien recuerdo cómo durante mi infancia no supe de ratas, salvo el ritual aquel que, ayudado por mis padres, varias veces cumplí: tras perder uno a uno todos mis dientes de leche, debía, por la mañana, ofrecérselos al dios de los ratones. Los tiraba con todas mis fuerzas sobre el techo entejado de la casa y repetía el conjuro:

RATONCITO, RATONCITO, TE DOY MI DIENTE Y ME DAS EL TUYO.

No supe de ellos en ese tiempo, de los roedores del demonio, pero sí recuerdo el nombre de quienes seguramente les daban caza: Misha, Mishita, Mishogat, Campanita, Pinta, Mimí y hasta una gata cuyo nombre, mi abuela Mariantonia aborrecía. Le llamábamos Noemí, y eso le parecía abominable. Decía que eso era cosa de analfabetas y blasfemos. Que cómo estaba eso de ponerle nombre de cristianos a los animales.

Tiempo después, en la Secundaria, cuando de vacaciones regresaba a la casa familiar, entonces sí que tenía noticia de ratones. Como siempre, los gatos abundaban en la casa (ahora el negocio de mi madre era criar aves y menudear pollos destazados) pero las ratas se daban sus mañas para llegar hasta el pequeño almacén de balanceados. Por las noches clarito escuchaba el trasiego de los roedores. Desde el patio vecino cruzaban la recámara sobre el muro de adobes descubierto e inconcluso. En una ocasión, por ejemplo, desperté de madrugada ante el ruido de las tejas. Ya la Pinta iba tras la caza de uno: así, inmóvil, casi imperceptible, untada a una de las vigas, apenas se deslizaba. Muy pronto descubrí a la rata de los nervios y aún hoy cierro los ojos y permanecen en mis retinas. La recuerdo enorme, tan grande como la Pinta, panzona, encendidos sus ojos de brasa; tiesos y tirantes sus bigotes largos.

No volví a saber de ellas durante los tres años de la Prepa, a pesar del descuido de la covacha a donde nos había relegado la tía Carlota. Probablemente eran ahuyentadas por los gatos que ahí abundaban. Al saber. Ya en los años de la Universidad sólo recuerdo al Cazarratas, aquel viejo profesor coleto consagrado a los muchachos de Primaria, dedicado a enseñarles a leer y a escribir y a perseguirlos como a unas sabandijas. Luego en verdad, hubo en mi experiencia, ratas y ratones al por mayor. Fue el tiempo de mis estancias en el campo: pueblos de indios y campesinos. Primero como capacitador de alfabetizadores y promotores culturales, luego como organizador de cooperativas y fundador de tiendas rurales.

Vi o escuché ratas en el techo herrumbroso de la estación Coapantes en el Soconusco, en las varias estaciones del Ferrocarril del Pacífico y en las de Pichucalco, Salto de Agua y Palenque. En la casa ejidal de Matamoros —municipio de San Bartolomé, aunque geográficamente vecino de Teopisca— eran como quinientas, y en el tapanco que me asignaron en Las Delicias por el rumbo de Zapaluta, pasaban muy cerca de mi cabeza. Las encontré campantes sobre la cama en un hotel de mala muerte en Jaltenango, y las escuché retozando dondequiera. En aquel cuartito abandonado, especie de sacristía, junto al templo de la antigua hacienda Cacaté en Ixtapa; en una de las grandes bodegas de la finca Prusia, el antiguo emporio cafetalero a mitad de la Sierra Madre; en la casa del pueblo de San Jerónimo Bachajón, y en el cuarto de la costalera, el salitre y las sillas de montar de la finca Barranca Honda.

Vi a las ratas panzonas y rozagantes en Amparo Aguatinta, a treinta kilómetros de Montebello, y las descubrí coloradas, es decir, no negras ni grises, entre el horno y la leña de una galera, en el rincón que nos habían prestado para pasar la noche en una casa de Totolapa.

Y nunca sentí miedo por estos roedores, nunca jamás, salvo cuando en una ocasión, dormido, pasaron sobre mis piernas. Eso fue en el rancho de don Gabriel Pineda, San Gregorio; un lugar de fantasía aunque intrincado y sin luz eléctrica, por el rumbo de Huixtán. A mi mujer y a mí, nos habían concedido un lugar privilegiado: una de las recámaras independientes, externa y con salida al traspatio, pero con un problema: la habitación estaba inundada de mazorcas y sobre ellas la cama, a metro y medio del piso. Las ratas husmeaban y se comían el maíz desde que nos metimos a la cama, convivimos con su roer y sus chirridos, pero a la media noche me despertaron. Seguramente jugaban entre ellas, corrían de un lado a otro.

Claro sentí cuando pasaban sobre mis pies, una tras otra. Sentí sus uñas sobre mis tobillos y desperté en un grito.

Pero la ocasión que en verdad me fastidiaron y quise por Dios, matarlas, fue en algún cantón de Tuxtla Chico: Pancho Villa o Mediomonte, ya no recuerdo. Alguien nos había dado posada ahí, a raíz de alguna supervisión que efectuábamos. Debíamos saber si fueron capacitados quienes serían funcionarios de casilla en la elección de gobernador y Ayuntamientos. Nuestros anfitriones me dejaron en la habitación de al lado. Dos camastros, un perchero, una silla y un viejo ropero que desbordaba trapos como si vomitara, era todo el ajuar.

Cerré las gavetas y puertas corredizas del mueble como mejor pude y me boté a la cama. No habían pasado cinco minutos cuando ya el ruido de las ratas dentro del armario se hacía notar. Eran dos o tres, de acuerdo con el cálculo de sus chirridos, tropiezos y deslizamientos. Escuchaba desgarramiento de papeles, telas y trapos, y hasta claro creía escuchar sus uñas y dientes que se hendían sobre la madera del armario.

En la oscuridad imaginé de todo: que detrás del guardarropa se peleaban demonios y endemoniados, o que dentro del ropero languidecían en sus miserias: almas en pena, monstruos obscuros y charlatanes, personajes de leyenda y difuntos irredentos. Creo que vi o tal vez soñé que algún familiar cercano expiaba sus pecados en el purgatorio, todo amortajado con ropas beatíficas. Pasé revista a todos los animales míticos y a la más completa imaginería y demonología juntas, típicas de los pueblos excitados y tropicales de la frontera.

Y ya era la media noche o quizá de madrugada, cuando a pesar de tener dormidas las orejas y los brazos y las costillas (por ir de un lado a otro sobre la cama), disparatado pasó por mi cabeza el más caliente de mis infundios: el roer insistente de las ratas y su afiebrado chirrido se transformó en algo macabro. No eran ratas las que se encontraban atrapadas en el clóset o en las gavetas del ajuar, ni era precisamente un armario el mueble del que intentaban escapar. Se trataba de un cajón de muerto, un ataúd, y dentro batallaba algún incrédulo, apóstata o cristiano (habría qué ver), aprovechando sus últimas bocanadas de aire, luego de recobrar el sentido.

Deseaba salvar el pellejo antes de que el cortejo fúnebre llegara a su destino. Desgarraba sus uñas y rasguñaba hasta el fastidio las tapas de madera verde. Consumía su último aliento de vida el moribundo, mientras de mi parte, por fin dormía el sueño de los benditos o el de los condenados, vaya usted a saber.

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