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De libros y viejos libros / Crónicas de Frontera

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Antonio Cruz Coutiño

Hace algunos días estuve en la ciudad de México, solo para engolosinarme. Después de sacar la chamba ―un examen y algunas conferencias que hube de tomar como parte del diplomado al que asisto cada treinta o cuarenta días― me dirigí al zócalo por entre las estaciones y galerías del Metro, hasta emerger del inframundo en la mismísima Plaza de la Constitución. La encontré rebosante pues la Segunda Feria del Libro del Deefe, organizada por el gobierno de la ciudad, estaba montada ahí.

Ahí estaba con sus extensas y coloridas carpas, y debajo de ellas elmicrouniverso de los libros: alrededor de cien stands con expositores de todas las editoriales mexicanas. Varias presentaciones de libros, conferencias y mesas redondas; conciertos en un templete principal, y hasta reuniones de café en donde se leía poesía y se discutían cosas de académicos y otros menesteres… Aparte, entre la espada y la pared, es decir, entre el Palacio Nacional y la Catedral Metropolitana, casi en la esquina de las calles de Moneda y Seminario, topé con el toldo especial de un “editor independiente”. Era Plaza y Valdés quienes exhibían centenares de títulos y novedades varias, mientras el propio Fernando Valdés, director de la empresa, atendía a los clientes. Su esposa estaba también ahí. Ella arreglaba las ventas desde la caja.

Fue ahí donde me encontré con una compañera del diplomado y donde ella compró discos y un texto de Marguerite Duras, al tiempo que di con un precioso ejemplar ilustrado del Kama Sutra, aunque nunca tan bueno como el que hace tiempo me birlaron. Tres selecciones de textos de una editorial extranjera me encontré también: Charles Dickens, Gustave Flaubert y Artur Conan Doyle, suficientes para lo que resta del año, aunque más bien para rebasar tantito el promedio vergonzoso de un libro por año que leen los mexicanos, a decir de las estadísticas.

Nos internamos después en la marabunta del pasaje del Templo Mayor. Nos ubicamos en la esquina del antiguo edificio de la Editorial Porrúa―probablemente el cruce de Justo Sierra y República Argentina― y… ¡A caminar se ha dicho! Estábamos en la calle de Donceles, la de los “doncellos” o adolescentes de la época de la Colonia, la tradicional avenida de las librerías, papelerías y similares, dispuestos a hurgar aquí y allá con un sólo objetivo: dar con las librerías de viejo y adquirir algunos materiales accesibles.

Comenzamos. Teníamos interés en una edición vieja de A Sangre Fría de Truman Capote y en algunos ejemplares faltantes de la serie Historia del Arte Salvat, aunque también buscábamos el Manual del Arquitecto Descalzo de no sé qué autor alemán. Desde tiempo atrás traía pendientes algunas revistas Life de los años sesenta para nuestra colección.

Así que, caminamos entre tomos encuadernados y descompuestos, cuadernos y más cuadernos, revistas sobre revistas, libros y más libros; usados, viejos y antiguos, esmirriados y gruesos como un adobe, pequeñísimos y más grandes que el tabloide, raídos y descoloridos, empolvados o polvorientos, etcétera. Eso fue lo que vimos en una de esas librerías, en donde igual, compran o venden libros, manuales y enciclopedias. Adquieren a precios risibles cualquier biblioteca entera. Puedes comprar desde una revista suelta, un diccionario y un sumario de plegarias, o hasta colecciones completas… de lo que quieras.

Son las famosas librerías de viejo de la calle de Donceles. Antiguas como los volúmenes que manejan, y desgastadas por el tiempo como los propios libros; las mismas que se dedican desde el siglo antepasado al trasiego de materiales viejos, tan sólo comparables con los negocios del mercadillo dominical, ubicados por el rumbo de La Lagunilla, aunque ellos además de libros, se dedican a música, discos, muebles y objetos de arte; miniaturas, cristales y tantas cosas.

Pero lo admirable fue el candor de los muchachos que nos atendían: amables y respetuosos, con delantales azules y cubrebocas, como para imaginarlos bibliófilos o simplemente apasionados por la lectura. Pues… ¿Qué más harían si no leer, mientras los clientes se esfuman, invadidos por el mar de los libros de su entorno?

Ya no recuerdo si fue por el antiguo Teatro Esperanza Iris —actual Teatro de la Ciudad—, por la porfiriana Cámara de Diputados, o por el viejo edificio del Senado de la República. Sólo retengo que en el letrero de la cornisa leímos algo así como Librería de las Utopías. Entramos y por fin ¡Dimos con un hallazgo! Cuatro o cinco volúmenes empastados de la revista Life, bastante bien conservados, confundidos entre una cincuentena, pero de su edición en inglés, y otros ejemplares en castellano, aunque totalmente destrozados. No sabíamos que en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la editorial se daba el lujo de coleccionar y vender empastadas las revistas, las únicas en tamaño tabloide que hasta la fecha son ejemplo de buen gusto, sentido estético y fotografía en blanco y negro… de la mejor calidad. 

Pero ya entrados en la caminata, continuamos. Descubrimos El Tomo Suelto, El Laberinto, la Librería Regia, El Callejón de los Milagros y otros estancos cuyos nombres se me escapan. Íbamos de librería en librería y de acera en acera. Preguntamos por nuestros pendientes, ojeamos algunos textos que se nos derramaban por entre las manos. Sentimos una y otra vez la fragancia característica de la tinta, el cartón y el polvo conservados; percibimos los diferentes olores y las tonalidades diversas del papel envejecido, y hasta escuchamos claramente, detrás de un anaquel, cuando un señor muy bien planchado susurró a una de las dependientas:

¾Señoritaa. Sí tienen libros de magia negra ¿verdad? Libros de brujería, esoterismo. Esas cosas…

Al final y ya casi trastabillando, salimos con una carga de bolsas de algún lugar. Atravesamos la calle de Cuba, la del Hotel Habana, y muy pronto llegamos a la Calle del 57, en donde muy cerca observamos la portada del vetusto Fru Fru ―con todo respeto, el teatro de la putísima nacional por excelencia―, el mismo que aún conserva sus doradas puertas y columnas, todo entelarañado ahora, sucio y abandonado a su suerte.

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