Sr. López
Tío Tomás era relojero y decían que de los buenos. Llamaba la atención que en su pequeño local en el portal del Toluca de mediados del siglo pasado, siempre había gente, los pocos que cabían adentro, sentados adentro, los demás, otros pocos, parados afuera, todos callados, viéndolo sentado a su mesa de trabajo tras un cancelito de cristal, siempre inclinado hacia adelante, con la lente de aumento calada en un ojo y un reloj abierto en sus manos, haciendo movimientos pausados, deteniéndose para observar, cambiando de herramienta y hablando, siempre hablando, sin voltear a ver a nadie, que a casi ninguno conocía, pero hablando con el tono bajito que se usa para conversar entre amigos, haciendo las precisas inflexiones y pausas con su voz gruesa y grata.
Por eso siempre había gente a su alrededor, iban a oírlo porque contaba historias fantásticas, reales o imaginadas, sin que nadie recordara que alguna hubiera repetido y sin que nadie se aburriera jamás. Una vez alguien le propuso poner bajo su mesa una grabadora de las de entonces, de grandes carretes, para luego transcribir sus relatos con alguna mecanógrafa y hacer un libro, pero no quiso tío Tomás, aduciendo que lo dicho, leído quedaba mal. Ha de ser.
Este menda desde muy niño fue amigo de andar con los grandes, los de su edad lo aburrían en tanto que los viejos contaban cosas interesantes aunque fueran mentiras. Tío Tomás era su favorito y entre los relatos que le oyó, hay uno sobre dos islas vecinas en un lejano océano.
En una de esas islas, no había rey ni gobierno, la gente hacía lo que tenía que hacer, no había impuestos ni contribuciones y entre todos cooperaban para pagar las cosas de todos, la escuela, la clínica, los jardines y la iglesia; policía no tenían, todos cuidaban de todos y cuando pasaba algo malo, la familia del malhechor o quien supiera quién era, lo denunciaba, se nombraba a un grupo para asegurarse fuera cierta su culpabilidad y luego, entre todos decidían qué hacer, a algunos los ponían a trabajar para la comunidad durante algún plazo, a otros los expulsaban de la isla para siempre, nunca mataban y no tenían cárcel. A los que no les daba la gana de ser infelices, eran felices; no era pobre ninguno que trabajara, algunos trabajaban más que otros y esos tenían más que los otros, eso sí. A los que no gustaba ese modo de vivir, se iban a la isla de enfrente.
En la otra isla, había un rey que se encargaba de las necesidades de todos, los alimentaba, les pagaba la escuela, el doctor y los cuidaba; y para eso todos le daban parte de su trabajo. El rey tenía empleados que lo ayudaban. La gente hacía lo menos que podía y de la parte que tocaba al rey, robaban lo más posible porque el rey hacía lo mismo, pero por lo mismo, porque todos lo robaban, el rey cada vez pedía una parte mayor del trabajo de todos.
Tenía el rey varios tipos de policías, los que cuidaban a la gente (que se hacían amigos de los malhechores y ganaban con ellos); los que vigilaban el pago de la parte del rey (que se embolsaban lo más que podían sin llamar su atención); y otros que vigilaban a los empleados del rey, cobrándoles para dejarlos robar.
La mayoría en esa isla, era muy pobre y los que ganaban bien, se hartaban de tanto abuso y dejaban de trabajar bien. La gente parecía muy satisfecha teniendo a quién hacer responsable de lo mal que vivían, les gustaba protestar y celebraban con grandes fiestas cuando moría el rey y tenían uno nuevo que sí les resolvería sus vidas a todos.
No se vaya usted a molestar pero el ciudadano promedio mexicano parece un eterno menor de edad, adolescente atenido a su papá que nada le gusta de él, de todo se queja, se cree merecedor de todo, de nada se asume responsable, cumple al mínimo sus deberes si es que los cumple, y no acaba de entender que si no toma su destino en sus manos, nadie le resolverá la existencia.
Hay de todo, claro, y hay una inmensa mayoría que le cumple a la vida y va tirando del carro, pero a la hora buena, una generalidad tan grande que permite usar el pronombre ‘todos’, ante cualquier infortunio se apresura a señalar al gobierno como responsable, peor, como culpable, y si se trata de un desastre natural, exige que el gobierno repare el daño sufrido.
Sí, de veras, no se vaya usted a molestar, pero ¿de dónde salieron los 30 millones que votaron por nuestro actual Presidente?, de allá de donde mismo salieron antes los que votaron por Fox, echando del poder al PRI, festejando la hazaña con delirio; y luego, ese mismo electorado votó por Peña Nieto, regresando al poder al PRI que decían odiar con todas las fuerzas que el alama les daba. Valiente electorado, ‘è mobile, qual piuma al vento’.
Se lo repito, no se vaya usted a molestar pero con las excepciones, bla, bla, bla, no parece que nadie vote razonando o por convicciones, más parece que estamos a la búsqueda perpetua de un Papá Grande que nos venga a resolver la vida, a cada uno y al país, en vez de seleccionar un empleado de todos (mandatario es eso y más), que nos deberá entregar cuenta justa de cómo usó todos los instrumentos del poder que le dimos para que nos pueda servir, no para que nos predique cómo quiere él que pensemos, cómo quiere él que sirvamos a sus proyectos, como quiere él que seamos y cómo quiere hacer al país.
Por eso ahora, tan fresco, nos dice nuestro Presidente que el propósito de su gobierno es una ‘revolución de las conciencias’… ¡épale!, deje nuestras conciencias en paz, señor, y póngase a trabajar en aquello para lo que se le contrató: cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanan.
Y por andar buscando quien haga por todos lo de todos, dejamos a todos los presidentes hacer lo que les viene en gana y no apreciamos el valor ni defendemos a las instituciones de gobierno (las secretarías de Estado, el Congreso y Poder Judicial, incluidos), los órganos autónomos y las insustituibles organizaciones ciudadanas para que no vaya México dando tumbos de capricho en capricho.