Corina Gutiérrez Wood
La sororidad es un poder que no se debe menospreciar. No es un abrazo en grupo repleto de brillantina, ni esa palabra que la gente emplea para parecer progresista sin comprometerse. La auténtica sororidad es poder. Una fuerza que sostiene, que incomoda, que levanta y que enfrenta cuando es necesario. Es un acuerdo callado entre mujeres que no requieren ser idénticas, ni pensar de la misma manera, ni agradar siempre a los demás para comprender que juntas se avanza mejor. No más fácil, sino mejor.
Porque la sororidad no se experimenta como un aplauso, sino como un apoyo. Uno que surge en el momento preciso en que podrías romperte. Una mujer que no te deja ir, incluso cuando tú misma tienes ganas de hacerlo. Una presencia que dice “Vas acompañada”, sin necesidad de adornarlo con discursos. No es poesía emocional, sino resistencia colectiva.
La fuerza de la sororidad se manifiesta en esos instantes difíciles de la vida cuando sientes que un duelo te aplasta el pecho, cuando un sueño se desmorona, cuando una relación amorosa se acaba o cuando debes comenzar de nuevo mientras pretendes que todo está bien. Allí, en ese momento, aparece otra mujer que te observa con sinceridad. No te aconseja que seas fuerte. No te demanda que estés bien. Simplemente se queda. Y su permanencia, a pesar de que parezca fácil, es una muestra de valor.
Y es que la sororidad no tiene que ver con ser perfectas, sino con estar presentes. No requiere discursos sofisticados ni frases motivacionales. Acompañar en silencio requiere valor. Para mantener la compostura cuando la otra se viene abajo sin dramatismos ni repeticiones lentas. Para comunicar lo que nadie desea escuchar, pero con el propósito de ayudarla a crecer, no a hundirse.
Existen mujeres que te inspiran fortaleza únicamente con decir tu nombre. Mujeres que llegan sin hacer ruido, sin demandar ser el centro de atención, pero que saben comportarse de una manera tan firme que casi se convierten en arquitectura emocional. Son estas las que no festejan tus fracasos ni minimizan tus temores, que no requieren de tu historia completa para comprender que estás luchando una batalla invisible. Son las que, sin previo aviso, se transforman en columna vertebral cuando tu espalda está cansada.
Y qué fuerza tan singular tiene una mujer cuando identifica a otra mujer que está herida. Lo nota sin necesidad de palabras, una respiración diferente, un gesto casi imperceptible, una fatiga que no se verbaliza, pero se percibe en la forma de caminar. Y sin apresurarse, sin juicio y sin superioridad, se sitúa junto a ella. No adelante ni atrás, a su lado. Porque la sororidad no guía ni arrastra, sino que acompaña.
También es cierto; la sororidad es incómoda. Mucho. Porque exige madurez para aceptar que necesitar a otras mujeres no te hace débil; te hace humana. Y eso cuesta. Cuesta porque nos enseñaron a competir, a compararnos, a mantener distancia para no mostrar vulnerabilidad. Pero cuando una mujer decide derribar esa barrera y permitir que otra entre, se activa un tipo de fortaleza que no se construye sola. La fortaleza compartida.
Esa fortaleza es la que sostiene a quien piensa que ya no puede. La que cubre a quien está cansada de tener que ser fuerte todo el tiempo. La que abraza sin suavizar la realidad, pero recordando que la realidad duele menos cuando no la cargas sola.
La sororidad también tiene filo, confronta. No para humillar, sino para despertar. Hay amigas que te dicen la verdad como si te entregaran un arma; con cuidado, con intención, pero con la certeza de que necesitas defenderte de algo, incluso de ti misma. Te miran a los ojos y te dicen lo que nadie se atreve porque saben que callarlo sería abandonarte. Y aunque ese tipo de honestidad duela, es la que te vuelve más fuerte. Es una sacudida que no destruye, sino que acomoda.
Pero quizá la fuerza más grande de la sororidad está en lo que no se ve. En las manos invisibles que te sostuvieron cuando estabas a punto de tomar una decisión que te habría roto. En la mujer que te escuchó llorar sin reloj en la mano. En la que te dio espacio cuando estabas confundida. En la que te habló fuerte cuando estabas justificando lo injustificable. En la que te acompañó a reconstruirte sin cobrarte nada. En la que te cuidó cuando tú olvidaste cuidarte.
Sororidad también es esto, entender que cada mujer carga un mundo que no conoces, una historia que no imaginas, un cansancio que no presume. Y, aun así, elegir tratarla con dignidad. Elegir no ser un peso más. Elegir sumar en lugar de restar. Elegir ser un refugio, aunque sea temporal.
Hay algo profundamente poderoso en que una mujer reconozca la fuerza de otra sin sentirse amenazada. En decirle “qué bien lo estás haciendo”, “qué admirable tu proceso”, “qué valiente tu decisión”, sin añadir ese veneno social de la comparación. Porque cuando una mujer celebra a otra, se rompe un ciclo entero de competencia silenciosa que nos ha consumido por generaciones.
La sororidad no te quita fuerza, te multiplica. Cada mujer que te ha sostenido, aunque sea por un minuto, deja una huella que no desaparece. Te cambia la forma de caminar. Te hace más firme, más clara, más consciente. Te recuerda que la vulnerabilidad no es una grieta por donde entra el juicio; es la puerta por donde entra la conexión.
Y sí, la sororidad a veces llega de mujeres que no esperabas. No tiene que venir del círculo más cercano; a veces llega de una casi desconocida que supo leerte sin prejuicios. Porque la fuerza femenina no siempre nace de la historia compartida, sino del reconocimiento mutuo. De mirarte y ver en ti una mujer que podría ser ella misma. Una mujer que lucha, que siente, que avanza como puede.
La sororidad no es un concepto bonito ni una moda emocional. Es una revolución silenciosa. Una que empieza en lo personal, pero termina transformando lo que tocamos. Una fuerza que redefine la manera en que existimos en el mundo. Que enseña que no hay nada más fuerte que una mujer acompañada por mujeres que quieren verla bien, libre y entera.
Y aquí está lo que más duele aceptar, la sororidad no solo nos salva. También nos revela. Nos muestra quiénes somos cuando alguien nos necesita. Nos muestra si elegimos cuidar o criticar, escuchar o dirigir, acompañar o desaparecer. Nos enfrenta a nuestra coherencia.
Y ahí, en ese espejo incómodo, descubrimos algo que es imposible negar:
La fuerza de una mujer es enorme.
Pero la fuerza de una mujer sostenida por otras mujeres es absolutamente imparable