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Confesión culposa / Galimatías

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Ernesto Gómez Pananá

El recuerdo más remoto que tengo de mi primer acercamiento a la lectura es de 1983, teniendo yo once años. Compré una edición de “Planeta” de la novela infantil “Corazón. Diario de un niño”, de Edmundo. D’amicis. Recuerdo cual si hubiese sido ayer que elegí entre esta obra y la adaptación de algún episodio de James Bond. Me terminó convenciendo la portada del primero, dos adolescentes caminando y pateando un balón. Mi intuición protocolectora me indicó el camino: ese fue el primer libro sin ilustraciones que leí en mi vida. La experiencia fue, intentando replicar el término milenial, “épica”. Una obra cívica, patriótica, solidaria. Aún atesoro el ejemplar original entre mis volúmenes más preciados.

A la par, cuasi concluyendo la primaria, mi experiencia lectora topó con los periódicos. A casa llegaban por la mañana los diarios estatales y a la hora de la comida, los nacionales que viajaban por avión y dependían del buen clima en Llano San Juan. Una época en la que no existían ni el internet ni mucho menos los diarios para leerse en el teléfono inteligente. Ahí descubrí La Jornada y El Universal. La pluma de Heberto Castillo, de Jorge G. Castañeda, de Marco Rascón, de Monsiváis. Las opiniones de mi maestro Luis González de Alba. Esos años, los periódicos fueron mi lectura favorita, por encima de los libros.
En la secundaria y la prepa leí algunos clásicos mexicanos, acaso algunos trazos se filosofía. En la universidad, casi sin quererlo llegué a Freud -sus obras completas inalcanzables-, un poco de Nietzche y Foucault.

A la par de las lecturas escolares, mi afición fue tornando en lo que hoy entiendo como el “atesoramiento de libros”, particularmente aquellos por alguna razón singulares: de caratulas llamativas, de títulos seductores, de tipografía magnética, de canto atractivo. De diseño que obliga a querer mirarlos de principio a fin. Tomar sus páginas, recorrerlas, tocarlas, sentir ese aroma a papel y tinta. Ejemplares atrayentes por su tamaño grande o muy pequeño. Por su sobriedad. Por su solidez; por sus bordes agudos, de color o filosos; Por su simpleza, por su irreverencia, por su disruptividad o su anticlímax. Descubrir un libro nuevo es un placer indescriptible. Poder atesorarlo un privilegio inmerecido.

Al paso de los años voy dejando esta piedra de toque por dónde quiera que paso: en mi buró, en mi oficina. En mi escritorio, en la mesa de TV, en mi auto y en mi mochila. Siempre es fantástico abrirlos y volver a encontrarlos y encontrarme en ellos, en algún subrayado añejo que puede decir tanto de quien soy y de quien era, o recorrer un texto por primera vez y descubrir qué más esconde aquel título que me hizo querer quedármelo.

En este viaje me aficioné también a los libros “acerca de la lectura”, libros que describen como es que nuestra especie inventó la lectura y la escritura y pudo contar historias. Primero en tablas de piedra o cera, después en papiros de junco, luego en pergaminos. Más adelante en imprenta y papel.
Leer y escribir nos hace humanos. Nos permite crear e imaginar. Hoy, cada vez menos en papel y cada vez más en pantallas luminosas. Así la modernidad.

Por mi parte, confieso mi culposa resignación a la lectura electrónica de algunos materiales no asequibles en papel. Para el resto, nada reemplazará la experiencia de descubrir un libro nuevo.

Oximoronas 1. Lo dicho. Esta época política es inédita: una obra con mano divina para Chiapas.

Oximoronas 2. Escándalo en el fútbol español. Nuevos tiempos. Sin duda la razón asiste a las futbolistas.

Oximoronas 3. La afición se hace manía culposa: no me alcanzará la vida para terminar de leer todo lo que hasta hoy he podido atesorar.

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