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Con un dedo / La Feria

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Sr. López

 

La boda de la prima Leticia -divina, uno era niño pero tenía ojos-, y un tal cuyo nombre no recuerda López, fue a las doce en punto del día en el templo de la Profesa (hace mucho, las bodas de postín en la Ciudad de México, eran ahí, Madero esquina con Isabel la Católica); la fiesta fue memorable, en un salón del casi nuevo Hotel del Prado (tres orquestas, una, la de Pérez Prado; comida y cena ligera contratadas con el Casino Español… de lujo). Los recién casados a media tarde, se despidieron mesa por mesa de la muchedumbre de invitados, iban al aeropuerto rumbo a Europa. La fiesta siguió hasta la madrugada. Tío Emilio y tía Alicia, papás de la prima, regresaron a su casa muy satisfechos de lo bien que había salido todo y al entrar, estuvieron a punto de ser el primer matrimonio fallecido de infarto fulminante simultáneo: en la sala, Leticia, sentada, echa un mar de lágrimas y de pie junto a ella, el tal cuyo nombre no recuerda este menda, quien insistió en todos los tonos que no se estaba echando para atrás, que quería ‘diferir’ la cosa y ‘en el peor caso’, como no se había ‘consumado’ el matrimonio, ella igual se podría volver a casar, pero, él, no se estaba echando para atrás, solo necesita ‘un tiempo’. La tía tuvo ánimos para preguntar cuánto tiempo y el canalla disque novio, contestó: -Del año no pasa –otro tío, abogado muy marrullero, consiguió el amparo y tío Emilio regresó a su casa, a seguir en libertad su juicio por lesiones que ponen en peligro la vida. Escandalazo.

 

En política hay una cosa que los que le hacen al entendido, llaman ‘control de daños’: cuando algo sale mal, que tenga las menores consecuencias. También hay otra que, contra lo que pudiera pensarse, a veces da mejores resultados: aceptar lisa y llanamente que se cometió un error, se metió la pata, se derramó la leche, se batió el arroz, se rompió la taza. Sí, la gente, para sorpresa de soberbios o aficionados a la cosa pública, aquilata en su valor, el valor de decir la verdad, aceptar que tal o cual decisión fue un fracaso y se va a enmendar.

 

Le achacan a Winston Churchill la frase ‘El éxito es la capacidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo’; y dicho por él (si lo dijo), es de tomarse en cuenta pues nadie daba un centavo por su futuro político después de sus sonoros descalabros. Para abrir boca, en 1910 en su carácter ministro del Interior (Home Secretary), quiso disolver con soldados una huelga minera en Gales, y lo que ganó fue fama de brutal, granjeándose la desconfianza de los sindicatos británicos para el resto de su vida; no se hizo el desentendido, entregó el cargo y tragando seco, siguió haciendo política y dando discursos hasta lograr llegar un año después al importantísimo puesto de Primer Lord del Almirantazgo, desde el que decidió en 1915 conquistar Estambul (Constantinopla), iniciando la invasión en los Dardanelos (estrecho marítimo entre Asia y Europa), estaba tan seguro de la victoria sobre los turcos que dicen que dijo: -‘Cruzaremos en 10 minutos el estrecho y llegaremos a tiempo a Estambul para tomar el té de las cinco” -dispuso el mayor despliegue naval desde Trafalgar… y la batalla duró de febrero a agosto de 1915 (fue derrotado por Mustafá Kemal Atatürk), y los británicos se retiraron con 265 mil muertos. Churchill se tragó su orgullo, que no era poco, entregó su renuncia y se fue a Europa a combatir como comandante de fusileros en la Primera Guerra Mundial. Pasaron unos años. En 1925 como ministro de Hacienda, regresó la libra esterlina al patrón oro y hundió la economía (¡ups!, otra metidita de pata); se volvió a tragar su orgullo. Desprestigiado como teporocho (era muy aficionado al trago), siguió y siguió haciendo política. En 1940 su país estaba al borde un ataque de nervios por culpa de Hitler, Churchill fue elegido Primer Ministro y los salvó de la inminente invasión de la Alemania nazi. Sus fracasos fueron enormes, no los negó, cambió el rumbo cuanto hizo falta y hoy está en las páginas de oro de la historia británica. Un amigo suyo, lord Birkenhead, escribió de Churchill: “Cuando Winston tiene razón, es único. Pero cuando se equivoca… ¡ay, Dios mío! –una de las biografías sobre él, escrita por  Robert Rhodes-James en 1970, lleva por subtítulo: ‘Un estudio sobre el fracaso’ (‘A Study in Failure’).

 

Y no es nada original el del teclado. Sobre esto se ha escrito antes, léase si le interesa el estupendo artículo ‘El fracaso como materia prima de un estadista’, de Juan Carlos López Díez (Universidad EAFIT), en el que rememora la estrepitosa derrota de Lincoln por un escaño en el Senado, por un fatídico debate en el que quedó hecho garras… sí, pero regresó, fue Presidente, se echó la Guerra de Secesión y tiene uno de los mayores monumentos en Washington (y no era ningún santo, tampoco).

 

Nuestro presidente ha decidido no rifar el avión… rifándolo sin entregarlo, para repartir 2,500 millones de pesos entre cien ciudadanos: ‘… es mucho dinero, luego se echan a perder… 20 ó 25 millones está bien’ -dijo en su mañanera de ayer. ¡Qué bueno que nos cuida!

 

Dijo nuestro Presidente que la venta de los boletos (si se venden todos), recaudará tres mil millones; 2,500 millones para comprar equipo médico (‘se van a entregar a hospitales’, dijo); y quedan 500 de utilidad. Luego van a esperar un año para venderlo bien (en ese año lo van a rentar, no dijo a quién).

 

Que alguien de sus cercanos y leales le diga dos cosas, primera: la gente no es tonta; segunda: no pasa nada si dice que ya bien estudiado el asunto, no se va a rifar el avioncito (que no ‘palacio volador’).

 

No somos sus tarugos; si recibe tres mil millones y reparte 2,500 entre cien ganadores y gasta otros 2,500 en equipo médico, suma cinco mil, no hay utilidad sino dos mil millones de pérdidas, si vende todos los boletos… pero sigue la deuda con Banobras: 2,724 millones…  y el avión en el hangar presidencial.

 

Nunca ni en política, ganadería o aritmética es recomendable pretender tapar el Sol con un dedo.

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