Corina Gutiérrez Wood
La clase media mexicana vive atrapada en una tragicomedia económica en la que la billetera se encoge más rápido que la paciencia. Cada mes sentimos cómo los precios suben mientras los salarios permanecen prácticamente congelados, y nos venden “logros” que solo existen en informes oficiales, como si eso llenara el tanque de gasolina o el carrito del supermercado.
Ser clase media en México es como estar en medio de un incendio mientras te dicen que al menos no estás en la zona más caliente. No eres lo suficientemente pobre para que te den ayuda, ni lo suficientemente rico para que te dejen en paz. Vives en una tierra de nadie presupuestal, emocional y financiera. Una quincena eres sobreviviente; otra, aspiracionistafracasado. Y lo peor es que todo eso ocurre en cámara lenta, con narradores oficiales que insisten en que “vamos bien”, mientras tú cuentas las monedas para decidir si compras pan dulce o papel de baño.
La narrativa gubernamental presume estabilidad económica, inflación bajo control y crecimiento sostenido. El INEGI, con su eterna ecuanimidad estadística, informó que la inflación anual en julio de 2025 fue de 3.5 %. Un número bonito, redondo, que debería tranquilizarnos, si no fuéramos nosotros quienes cargamos el mandado. Porque mientras ellos inflan cifras, nosotros vemos cómo se desinfla el bolsillo. La estadística es perfecta: solo falla en un detalle, no paga la cuenta en la caja del súper.
Para aterrizar lo absurdo basta con mirar el dato más básico: el costo de la canasta de supervivencia. Según el propio INEGI, en julio de 2025 una persona en una zona urbana necesitó 4,718.55 pesos mensuales para cubrir alimentación, transporte, salud, vivienda, vestido y demás “nimiedades” que hacen que la vida no parezca castigo divino. En zonas rurales, el número bajó a 3,396.71 pesos, lo que suena a broma cruel si consideramos que en muchas comunidades ni siquiera hay mercados donde conseguir esos productos. Es como calcular el costo de una dieta gourmet en un pueblo donde apenas hay tortillas y frijol.
¿Y la canasta alimentaria? Esa que solo incluye lo estrictamente comestible para no caer redondo. En zonas urbanas costó 2,453.34 pesos por persona, y en zonas rurales 1,856.91 pesos. Es decir, una familia de cuatro necesita casi 10 mil pesos solo para comida.
Pero si hablamos de la canasta básica total, alimentación, transporte, salud, vivienda, vestido y demás, el cálculo se dispara, 4,718.55 pesos por persona, es decir, casi 19 mil pesos al mes para una familia de cuatro. Y, aun así, si ganas más de 4,700 pesos mensuales, mágicamente ya no estás en pobreza. ¡Felicidades! Eres clase media por decreto estadístico.
El calvario no termina en el súper. La gasolina, termómetro emocional del país, sigue siendo un ritual de resignación cada vez que llenas el tanque. Los precios bailan al ritmo del petróleo internacional, pero los sueldos bailan con muletas. Mientras tanto, en los boletines oficiales aseguran que hay “control de costos”, como si los autos se llenaran con discursos. ¿Cuántos litros de optimismo por kilómetro te da tu coche?
Y si hablamos de desigualdad energética, el gas LP es el campeón. Cocinar en México puede ser un lujo según tu código postal. En Janos, Chihuahua, el litro cuesta 9.92 pesos; en Los Cabos, hasta 12.50, y el kilo se dispara a 23.15. Mismo gas, mismo país, mismo coraje, pero precios disparejos. La diferencia entre el más barato y el más caro supera el 26 %. Dicen que el precio está regulado. Sí, claro, regulado por la ley de la selva.
Los productos cotidianos tampoco perdonan. El jabón en barra subió 4.5 %, la naranja 6 %, el huevo 3.3 %, la sal de mesa 7 %. Son porcentajes que, en abstracto, parecen pequeños. Pero sumados al salario mínimo, significan dieta involuntaria. Y el gobierno, como chef del empobrecimiento paulatino, te sirve esos aumentos con salsa de eufemismo: “deslizamientos”, “ajustes”, “modulación de precios”. En otras palabras, el empobrecimiento tiene denominaciones de lujo.
Eso sí, presumen como gran logro que el Paquete Contra la Inflación y la Carestía (PACIC) logró bajar el precio promedio de una lista de 24 productos seleccionados. El costo pasó de 886 a 846 y luego a 910 pesos. Un triunfo técnico que en la práctica equivale a lo que gastas en un kilo de queso y uno de tortillas en dos semanas. Celebrar esa “mini-canasta” como si fuera el costo real de la vida. Es como presumir que tienes casa en la playa porque rentaste un Airbnb un fin de semana. Una ilusión fiscalista disfrazada de alivio económico.
Y la joya del discurso triunfalista, entre 2020 y 2024, 8.3 millones de personas salieron de la pobreza, según CONEVAL. Pero salieron para caer en otra categoría, la “clase media estancada”. Ganas un poco más, pero te alcanza para menos. No salieron de la pobreza, salieron de la estadística. Es como decir que ya no estás en cuidados intensivos porque ahora te dejaron en observación.
Ser clase media en México es comer atún sin saber si estás a dieta o en crisis. Es pensar dos veces antes de comprar papel higiénico de doble hoja. Es que, si alguien se enferma, el IMSS te da cita en tres meses y el doctor privado te cobra media quincena. Es calcular si conviene más el Uber o arriesgarte al transporte público, y descubrir que ninguna opción sale barata. Es ese equilibrio imposible entre querer vivir dignamente y conformarte con sobrevivir.
Pero el futuro se vende con optimismo: el Paquete Económico 2026 promete crecimiento de 2 % del PIB y una inflación de 3 %. Los pronósticos no llenan la despensa, y menos viniendo del mismo lugar que juró que el AIFA sería un hub internacional y que el Tren Maya no afectaría ni una sola ceiba. Es el eterno deporte nacional de gobernar con promesas a crédito.
En medio de todo, hay que reconocer algo, la clase media es invisible hasta que conviene usarla como trofeo. En discursos, somos “el motor de la economía”; en la práctica, somos el combustible que se quema para que las cifras luzcan bonitas. No existimos como prioridad, solo como pretexto. Se nos menciona para presumir estadísticas, pero jamás para plantear soluciones reales. Ni subsidios, ni apoyos, ni planes que alivien la asfixia cotidiana.
La clase media mexicana no vivimos, sobrevivimos. No ahorramos, malabareamos. No aspiramos, resistimos. Y en medio de ese desgaste cotidiano tenemos que escuchar que todo va bien. Que “ya casi salimos”. Que “hay estabilidad”. Que “el salario rinde más”. Nos quieren convencer de que la pobreza se reduce porque el Excel lo dice, aunque el refrigerador cuente otra historia.
Así que la verdadera pregunta no es si podemos vivir con lo que ganamos, sino: ¿cuánto más piensa el gobierno colgarse medallas con cifras de papel, mientras la clase media que tanto presume sigue sobreviviendo a pesar de él y no gracias a él?