Querida Mariana: todo sucedía en el cine. Los papás nos daban dinero para comprar un refresco, una orden de tacos y el costo del boleto. En plebe o solos, íbamos al cine. Todo sucedía ahí. Cuando los papás no nos daban dinero buscábamos la forma de conseguirlo, bastaba abrir la gaveta de la tienda para sacar algunas monedas.
La gran escuela del pueblo fue el cine. Nunca aprendimos tanto, ni en casa ni en la escuela. En la escuela sólo nos daban lecciones de cosas aburridas. No sé qué diría Iñárritu al saber que aprendimos lo contrario de lo que su película Bardo menciona. Nosotros aprendimos ese mito de Los Niños Héroes. Hoy, quienes van al cine saben que nuestra historia convirtió una derrota en un mito plagado de héroes. Perdimos la mitad del territorio nacional y cada 13 de septiembre hacemos un gran festejo por el valor de Juan Escutia que se aventó con la bandera para que no cayera en manos del enemigo. Al enemigo lo que menos le importaba era la bandera, ya se habían llevado gran parte de nuestro territorio.
En casa no aprendíamos lo que sí pepenamos, maravillosamente, en el cine. En casa jamás nos hablaban de los misterios del sexo, porque los papás ignoraban todo y porque la iglesia católica apostólica y romana consideraba pecado todo lo relacionado con el sexo.
Ah, bendito cine, ahí todo se mostraba en vivo, sin tapujos. Al principio lo vimos en blanco y negro, pero, luego fue ¡en vivo y a todo color!
Ricardo Saborío supo desde mucho antes lo que nosotros descubrimos después, que todo se aprendía en el cine, por eso el día que la Sociedad de Padres de Familia de la Escuela Primaria Estatal Fray Matías de Córdova realizó una función de cine para mejoras materiales de nuestra escuela, él programó la cinta “Viento Negro”, donde vimos (pichitos de ocho a diez años de edad) las bellísimas tetas de La Venada. ¿En casa? Imposible. Teníamos prohibido acercarnos al baño a la hora que se bañaban las tías o primas.
Las balaceras sucedían en el cine. Los soldados de la segunda guerra mundial aventaban granadas en las trincheras enemigas; los vaqueros defendían su ganado acribillando con pistolas a los salteadores; las putitas morían cuando los amantes ofendidos les enterraban cuchillos. Todo pasaba en el cine. Después de intensas balaceras y decenas de muertos, salíamos del cine e íbamos a dar vueltas al parque íntimo, tranquilo; al otro día jugábamos en los sitios de las casas de los amigos e imitábamos a los héroes del cine, nos disparábamos, moríamos y luego nos sentábamos ante la mesa del comedor a cenar un tamal de bola con una taza de chocolate caliente.
Veíamos de todo, aprendimos de todo, supimos que todo sucedía en el cine. Fuimos felices. Hoy, el mundo es cruel, la vida nos ha demostrado que lo peor del cine, lo miserable, lo irremediable, también sucede en nuestro mundo cotidiano, en las calles de todos los días.
Y lo más decepcionante es que lo maravilloso del cine no sucede en la vida real. Los superhéroes que tanto nos emocionaron a la hora de vencer a las mujeres vampiro, a los monstruos babeantes, no se aparecen en este cotidiano día a día y acá andamos penando, sufriendo, temiendo la avalancha incontenible de sucesos bestiales.
Nos encantaron los tiempos donde todo sucedía en el cine. Desde nuestras butacas nos emocionábamos, llorábamos, reíamos, sufríamos, nos divertíamos a lo bestia, y cuando aparecía la palabra FIN volvíamos al mundo real donde todo era plácido, inocente. Sabíamos que las balaceras habían quedado en el silencio de la sala vacía.
Posdata: el cine fue nuestro gran maestro, nuestro acompañante fiel, hermoso. En ese tiempo había una línea muy definida, el mundo real no se confundía con el mundo de ficción, hoy, parecería que la línea se diluyó. El mundo violento del cine ya se regó por toda la sala, por las calles, en el interior de las casas.
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