Querida Mariana: el anuncio era puntual: “Se venden y compran sueños”. El local estaba al final de un callejón, con casas llenas de macetas y flores. En el interior de las casas se escuchaban ladridos, maullidos y carreras de niños y niñas. Nada más se escuchaba, como si sólo ellos habitaran las casas. ¿Y los adultos? ¿Estaban en el trabajo? Las señoras ¿no cantaban o escuchaban la radio mientras lavaban la ropa o preparaban el guisado?
Lourdes me llevó dos o tres veces. Dejamos el carro a la entrada del callejón, porque en éste ningún auto se estacionaba, era un maravilloso andador. A mí me encantó caminar por ahí. Digo que fuimos en dos o tres ocasiones. Lourdes se cansaba de tocar en la puerta, primero tocaba con los nudillos en forma leve, casi con temor; luego abría su bolso y sacaba una llave o una moneda con las que tocaba con insistencia; por último, buscaba, con los pies en puntillas, la existencia de un timbre. ¡Nada! Agotada, buscaba en el piso y se acuclillaba para coger una piedra con la que somataba la puerta de madera que permanecía siempre impávida, como si su vocación fuera impedir la entrada de algún forastero.
Lourdes se impacientaba, abría la boca para aventarse un buche de aire, porque parecía asfixiarse, como si fuese un cuervo miraba de un lado a otro en busca de una persona que le diera informes. Ella me preguntaba: ¿por qué no hay un letrero que diga cuándo y a qué hora abren? Yo alzaba los hombros, para señalarle que no era la persona indicada para informarle. ¿Por qué putas no hay un número telefónico?, volvía a preguntar en voz alta y me miraba. Yo alzaba de nuevo los hombros y movía la cabeza en forma negativa. Yo, ¡qué putas iba a saber!
Igual que ella a mí me intrigaba la venta y compra de sueños. Me habría gustado, igual que Lourdes, ver que la puerta se abría y una señora, envuelta en un chal blanco, nos invitara a pasar, a sentarnos en unas sillas desvencijadas, a punto de derrumbe y nos explicara qué tipo de sueños compraba o vendía. Saber que, sin duda, los sueños que ella vendía eran más caros que los que compraba, un poco como si ella sólo fuera una revendedora de sueños.
Pero, ¿y si no era eso? ¿Y si su labor fuese más compleja? En las dos o tres ocasiones que caminamos por el callejón, emocionados de ida y desalentados de regreso, entramos a un café que estaba a veinte metros de la entrada del callejón, en la banqueta de enfrente, nos sentamos al lado de la vidriera, en la misma mesa que tenía pintado un corazón con dos letras en la cubierta, dibujado, tal vez, con la punta de un clavo o de un cuchillo, por alguna pareja de enamorados o por un novio despechado. Las letras eran una V y una L. Lourdes y yo, mientras nos servían las limonadas, nos dedicamos a jugar con las letras, la V ¿correspondía a una chica o a un chico? ¿Era de Víctor o de Victoria? Lo mismo hicimos con la L. El primer nombre que asomó en mi mente fue el mismo que apareció en la cabeza de ella: ¡Lourdes!, y nos botamos de la risa. En la segunda o tercera ocasión, Lourdes se animó a decir que, posiblemente, las letras eran las iniciales de los nombres de dos hombres gay, me vio fijamente, como si una corriente hubiese abierto de golpe una puerta o una ventana, y luego me dijo que cabía la posibilidad que las letras correspondieran a nombres de dos chicas. Sí, dije, todo cabe en el terreno de la posibilidad. Nada hay escrito en el destino de las relaciones humanas, salvo dos iniciales en un café frente al callejón donde, al final, venden y compran sueños.
Posdata: cuando nos aburríamos de jugar con las posibilidades de las iniciales, jugábamos a decir cuáles sueños venderíamos, como si fueran cosas viejas, inservibles, de esos trebejos que compran los que pasan por las calles anunciando: “se compran colchones, tambores, estufas, cosas viejas”. Y nombrábamos los sueños que una vez sonaron excepcionales y se fueron haciendo inservibles, húmedos, farragosos. Y luego jugábamos a decir qué sueños nos gustaría comprar, poseer, aunque fueran de medio uso. A veces los sueños desechados por otros pueden ser los sueños que nos otorguen felicidad. Cuando pagamos detuve a Lourdes y le dije que uno de mis sueños, cuando estuve lejos de Comitán fue regresar y el destino movió sus fichas para que mi Dios hiciera el prodigio. Acá estoy, cumplí mi sueño, no lo vuelvo a cambiar, ahora lo atesoro como el más sublime de mis sueños, de mis deseos.
Ayer le dije a Lourdes que fuéramos al callejón. Ella me vio, como si viera un hueco en una pared nueva, y dijo: “¿qué callejón? Vos siempre estás en las nubes”.
¡Tzatz Comitán!
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