Querida Mariana: soy un gran lector. Borges dice que quien lee es feliz. He sido feliz, ¡soy feliz! ¿Deportista? No, nunca. Digo que soy lector. Toda mi vida ha estado enredada en lianas llenas de libros. No obstante, debo reconocer que sí he estado ligado a un deporte en especial, un deporte que siguió mi papá. Mi querido padre era aficionado al béisbol. Nunca supe que asistiera a un estadio a ver un partido, no era de esos aficionados de hueso colorado, pero sí le encantaba ver partidos de béisbol en la tele.
En la primaria jugué básquetbol, en la prepa también jugué con un equipo y participé en encuentros en la mítica cancha Pantaleón Domínguez, que se ubicaba donde ahora está el Gimnasio Roberto Bonifaz Caballero. Era malo para el rebote, pero encestaba.
En la secundaria jugué béisbol. Cuando estudiaba en el Colegio Mariano N. Ruiz, un grupo de amigos organizó un equipo de béisbol, se llamó “Comet’s”. Pedro Avendaño hizo el banderín con el que participamos en un desfile. En ese tiempo, inicios de los años setenta, los equipos de béisbol en Comitán no eran muchos. Hasta la fecha, el deporte que lidera las preferencias comitecas es el fútbol soccer y luego el básquetbol.
Los integrantes del “Comet’s” jugábamos en una cancha que había donde ahora está la preparatoria del estado, jugábamos contra un equipo de muchachos que vivían en la Colonia Miguel Alemán, organizado por madereros, llegados de otras partes, que sí eran aficionados a ese deporte. En un momento tuvimos un entrenador (“el chaparrito”), que cojeaba y era muy entusiasta. Su conocimiento del deporte no era muy amplio, pero su pasión desbordaba. Al término del partido o de los entrenamientos íbamos a la Posada Xochimilco, frente al Club de Leones, donde vivía. Los beisbolistas llenábamos su pequeño cuarto, unos se quedaban parados, otros se sentaban en la cama y otros más nos sentábamos en las dos sillas que había. Nosotros habíamos comprado un bote de chocomilk (para ser como Pancho Pantera) y vasos de plástico, que llenábamos con agua y le vertíamos unas cucharadas de azúcar y chocomilk. Ahí comentábamos las incidencias del partido, las deficiencias, los logros. Comitán seguía su ritmo cotidiano, nosotros estábamos adentro de una burbuja espléndida.
Hubo una época donde jugamos en la cancha de fut del Club Campestre. Nos corrieron cuando una mañana hallaron que el chapoteadero estaba lleno de tierra, porque el tal Molinari se había entretenido en aventar montones de pasto con tierra. Tenía la intención de que uno de esos terrones quedara flotando como una isla. No lo logré, sólo logré que el permiso nos fuera cancelado.
Desfilamos un veinte de noviembre. Fuimos el equipo diferente. Las demás escuelas llevaban equipos de básquetbol (los muchachos botaban el balón y se lo pasaban) o equipos de fútbol (muchos hacían maravillosas piruetas con el balón, geniales equilibristas), el Colegio Mariano N. Ruiz presentó un equipo de béisbol, todos llevábamos manoplas e íbamos lanzando la pelota. Yo sugerí que alguien llevara un bat y frente a la presidencia alguien bateara un jonrón. Me hicieron pamba. Don Héctor Gónzalez Carrillo era aficionado y experto, tenía formas impresas donde se hacía el registro preciso del score, nos enseñó a llenarlo. Iba al terreno de la actual prepa y ahí llevaba el récord del partido. Supimos cómo llenar los cuadritos para tener la síntesis exacta de lo que había sucedido en el terreno de juego. Genial.
Recuerdo como integrantes a Pedro Avendaño, a Enrique y Julio César Robles Solís, a Jorge Pérez, a Roberto González Alonso, a Javier Aguilar Carboney, a Miguel Octavio Román Marín, a Marcolfo Guillén Flores. ¿Quién más? Luis Ortiz. ¿Estaba con nosotros Francisco Martínez? No lo recuerdo bien. Mi memoria es muy endeble. Faltan muchos nombres para completar la novena, más los refuerzos. Tony Guillén es muy aficionado al fútbol soccer, no me atrevería a asegurar que jugó con nosotros.
Cuando fuimos a estudiar a la Ciudad de México, el beis siguió con nosotros. Quique, Miguel y yo vivimos en un departamento de la colonia Roma Sur, en las tardes tomábamos las manoplas, una pelota y en plena calle hacíamos lances, en plena calle de la Ciudad de México. ¡Cosas veredes! Alguien avisaba: ¡viene carro!, y subíamos a la banqueta. Hoy no puedo imaginar a tres muchachos echando la cascarita en una calle de la Ciudad de México. Mi recuerdo se remonta al año 1974, pronto se cumplirán cincuenta años de esa epopeya.
Después de haber vivido en la casa de huéspedes de Doña Rome y de don Robert nos pasamos a vivir a un departamento en Avenida Cuauhtémoc, el destino nos condujo al mayor escenario del béisbol del país: el parque del Seguro Social, que nos quedaba a pocas cuadras. Muchas tardes vivimos maravillosos partidos. Nos convertimos en fanáticos de los Diablos Rojos. Cuando los Diablos perdían me molestaba y, ya medio bolo, manifestaba mi frustración aventando los vasos vacíos de cerveza al campo de juego. Al otro día despertaba con flato, pedía a Dios que la cámara de televisión no hubiera hecho una toma al lugar donde un muchacho aventaba vasos al campo, o cuando menos que esa tarde mi papá no hubiera visto el encuentro por televisión.
Posdata: hace días me enteré de una noticia vieja, el parque del Seguro Social ya no existe, en ese lugar construyeron una gran plaza comercial. Sentí como si mi espíritu fuera una mano adentro de una manopla. Sentí una especia de asfixia. Supe que algo de mis recuerdos se había evaporado. Soy un lector, un gran lector, mi mundo está lleno de libros, pero hubo un tiempo que, con una manopla en la mano, corrí para atrapar una pelota de béisbol en el campo donde ahora está la prepa.
¡Tzatz Comitán!
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