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Biografía no autorizada del chavorruco / Sarcasmo y café

Biografía no autorizada del chavorruco / Sarcasmo y café
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Corina Gutiérrez Wood

Tras una rigurosa investigación de campo que consistió, básicamente, en asistir a tres reuniones con música de los ochenta y medir cuántos pedían primero el antiácido, he recopilado pruebas irrefutables sobre uno de los fenómenos más conmovedores, tragicómicos y persistentes del ecosistema urbano contemporáneo: el chavoruco.

El chavoruco (nombre científico: homo resistentis temporal) ha logrado algo que la ciencia moderna aún no explica: envejecer sin rendirse, deteriorarse con estilo y confundir nostalgia con vitalidad. Es un adulto funcional que vive en un estado de juventud perpetua, sostenido por cafeína, sarcasmo y una fe irracional en que los tenis Converse son una cápsula del tiempo.

A primera vista parece normal. Tiene trabajo, habla de inversiones, menciona su “rutina de gym” y dice cosas como “ya no me desvelo”. Pero bastan quince minutos para descubrir la verdad: es un adolescente con crédito Infonavit y ciática crónica. Habla con entusiasmo juvenil, pero se sienta con precaución geriátrica. Es la prueba viviente de que el alma no envejece, aunque el cartílago sí.

Su vestimenta no es ropa, es arqueología emocional. El chavoruco no se viste, se disfraza de su mejor año.

Sus jeans son una guerra civil entre la moda y la circulación sanguínea. La camiseta entallada grita “todavía jalo”, mientras el abdomen susurra “ya no tanto”. La gorra es su escudo espiritual contra la calvicie, colocada estratégicamente como quien cubre un secreto de Estado, los lentes oscuros, no porque el sol pegue fuerte, sino porque las líneas de expresión no se rellenan solas y los tenis blancos son su amuleto, los limpia con devoción casi religiosa, convencido de que mientras permanezcan inmaculados el tiempo no avanza. Son el Santo Grial de la negación cronológica: si brillan, él también.

El chavoruco mide la existencia en una sola unidad de tiempo: “en mis tiempos”.
En sus tiempos, los conciertos eran mejores, las canciones tenían alma, los cafés eran profundos y los amigos sabían bailar sin tutorial. Es un pasado glorioso en el que él siempre sale favorecido, y el resto del mundo era más auténtico, más libre y, curiosamente, más delgado.

Nadie sabe en qué año ocurrieron “sus tiempos”, pero cada relato suena a documental narrado por él mismo.

Su dieta es un ejercicio espiritual. De lunes a jueves come sano, toma agua con pepino y jengibre y presume sus suplementos. Pero llega el viernes y la disciplina colapsa como página del SAT. Pizza, cerveza, tacos y la promesa solemne de que “el lunes me aplico”.
Y sí, el lunes se aplica, subiendo a redes una foto de su licuado verde con la frase: “De vuelta al modo saludable”. Ese modo saludable dura lo que una buena intención de Año Nuevo hasta que alguien dice “¿unas frías?”, y el cuerpo responde: “Amén”.

En el gimnasio se mueve como leyenda en rehabilitación. Camina erguido, pecho al frente, mirada de Rocky Balboa. Está convencido de que puede recuperar el físico que perdió cuando los celulares tenían antena. Después de tres abdominales y dos selfies, entra en fase de descanso “activo” de tres semanas. Su rutina incluye hablar con el entrenador sobre “cuando yo estaba bien mamado”. El entrenador lo observa con respeto antropológico, como quien estudia una especie en extinción que todavía paga membresía.

La música es su cápsula del tiempo. Escucha las mismas canciones desde hace cuatrodécadas. Todo lo nuevo le parece ruido, todo lo viejo, himno nacional. Y cuando suena una rola que le recuerda a cuando su espalda cooperaba, se lanza a la pista con fervor.
Por tres minutos y medio gloriosos, el chavoruco es inmortal. Su baile ya no es salvaje, sino quirúrgico: menos brinco, más cálculo, más inhalaciones profundas. El dolor de rodilla es inminente, pero el alma baila, aunque el menisco grite. Alguien graba el momento. Él sonríe confiado: ese video será su testamento emocional, prueba irrefutable de que la juventud no muere, solo cojea.

En materia de amor, el chavoruco vive en un universo paralelo donde sigue siendo irresistible. Camina con aire conquistador, convencido de que las miradas que recibe son de deseo, cuando en realidad son de diagnóstico. Su erotismo es más conceptual que físico, pero él lo defiende con la seguridad de quien cree que el coqueteo se mide en miradas cómplices y cuantos tragos antes de pedir un Riopan.

El lunes llega con el dramatismo de una tragedia griega. Cojea, suspira, dice “valió la pena”. Sus compañeros veinteañeros no entienden. Ellos no saben lo que es sobrevivir a una fiesta con el alma encendida y la lumbalgia al rojo vivo. Mientras ellos piden espressodoble, él se prepara su batido con leche deslactosada y dignidad espartana.

El chavoruco domina el arte de hablar mucho sin decir su edad. Usa frases motivacionales tipo “la edad está en la mente” o “lo importante es mantenerse activo”. Firma un tratado de paz con la realidad: “pero bien, todo bien”. Y cuando la conversación decae, revive el tema de “cuando las fiestas eran buenas”. Lo cuenta una y otra vez, añadiendo detalles nuevos, como si el recuerdo pudiera alargar el tiempo.

Y, sin embargo, hay algo profundamente entrañable en él. Su negación no es vanidad, es resistencia poética. Es el último romántico del entusiasmo, el único que todavía cree que con buena actitud y un ibuprofeno se puede desafiar a la biología. Sabe que el cuerpo le manda avisos, pero los ignora con la sabiduría de quien ya pagó demasiadas facturas para rendirse ahora.

El chavoruco no niega la edad: la negocia con sarcasmo y una rodilla en huelga.

No lo juzgues cuando lo veas bailando, sudando y cantando un clásico que ya nadie recuerda. No te burles cuando diga “la edad es solo un número” mientras se acomoda la faja lumbar.
Agradécele, porque gracias a él, el mundo sigue siendo un lugar donde la juventud no se mide en años, sino en la capacidad de seguir haciendo el ridículo con elegancia.

No es una fase, es una religión portátil, una secta del optimismo con paracetamol incluido.

Mientras el resto envejece en silencio, él se peina, se ajusta la gorra y enfrenta la realidad con su grito de guerra eterno:


“¡Yo todavía puedo!”

Y claro que puede.
Solo que ahora el entusiasmo es proporcional al Tylenol que toma antes de cada intento.

Porque la eternidad del chavoruco no se mide en la INE, sino en cuántas veces jura que aún levanta suspiros y lo único que levanta… es la ceja.

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