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Banda de ladrones / La Feria

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Sr. López 

Tía Maruca, de las de Toluca, de las católicas todo-terreno, se divorció de tío Anselmo cuando le confesó que tenía querida. Explicaba la tía: -No soy tonta, lo sabía, pero que me lo haya dicho, es imperdonable –bueno, cada quién. 

Hablemos sobre algo que parece dominamos los oriundos de nuestro risueño país: la mentira. No la mentira piadosa de decir ¡qué lindo bebé!, a la orgullosa madre de un sapo; ni la patriótica del Jefe de Estado que engaña al país enemigo, sobre el poder defensivo de su ejército. Tampoco la mentira conyugal a veces preferible a esos arranques de sinceridad suicida que terminan en divorcio, como el de tía Maruca. No, hablemos de la mentira en política, nuestro mero mole. 

Los políticos mienten, sí; los sastres, también; igual que no están exentos el cura párroco ni su abuela. El asunto es que a todos molesta el político mentiroso sin dejar por eso de aceptar que lógicamente, mienten. Pero molesta (aunque a veces dan risa). 

Sería conveniente definir qué es mentira y si es válido recurrir a ella, pero es cosa de largas explicaciones y debates entre pensadores de mucho peso, como San Agustín, quien afirma que la mentira es a veces necesaria, igual que Orígenes, coincidiendo con Platón, que en la ‘Republica’ así lo sostiene; a Santo Tomás de Aquino (tal vez el mayor pensador de nuestra especie hasta nuevo aviso), o Kant, para los que nunca es válido mentir, como enseña Aristóteles en su ‘Ética’. 

Nuestro país es predominantemente católico y es un problema para los seguidores del Cristo, sostener que a veces se vale mentir, porque Jesús dijo “Yo soy la verdad”. Pero parece un poquitín exagerado esperar de nuestros políticos que sigan semejante ejemplo. Seamos serios. 

Por lo pronto, no nos hagamos tarugos: todos entendemos la diferencia entre mentira y verdad y por cierto, la mentira que perjudica a otro es la que más nos enchila, mientras la que se dice para beneficio del propio mentiroso nos es más fácil de tragar, se entiende, ni modo que no. 

Sí es prudente anotar -no vaya usted a escandalizarse-, que es muy relativa la entronización de la verdad como bien absoluto, lo mismo que sostener que la mentira es siempre mala. No es cierto. De hecho en los tiempos que corren más que medir la ética de los políticos por su apego a la verdad, se mide pragmáticamente por el efecto -benéfico o dañino-, de sus dichos y hechos, ciertos o falsos, sobre la sociedad y los individuos, aunque eso equivalga a aceptar la mentira porque a fin de cuentas, aunque se repruebe enérgicamente que mientan, siempre han mentido, desde la noche de los tiempos. 

Lo riesgoso de la mentira en política es cuando da los resultados que el político mentiroso esperaba. Sí, porque el político profesional miente con mesura y solo en asuntos que le puedan arruinar su carrera, perjudicar su gobierno o dañar a su país. Pero cuando la mentira les rinde frutos, el riesgo es que se aficionen a mentir. Sobre esto hay en internet un interesantísimo artículo de Daniel Capó (23/05/2017), sobre un libro de Hannah Arendt, 

“Verdad y mentira en la política”, del que don Daniel dice que trata sobre “la peliaguda relación entre verdad y mentira en el uso del poder”; búsquelo, es muy interesante. 

La cosa es que los políticos trabajan con la realidad, con los hechos -humanos, se entiende-, y los hechos son sujetos de tantas opiniones como personas los observen, con el problema de que la política contemporánea se ha contagiado de mercadotecnia, que no tiene empacho en torcer los hechos con la narrativa que convenga a los intereses del cliente, así de soez. 

Sostiene doña Hannah que “la libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y no se aceptan los hechos mismos”. Claro, hay opiniones que dan asco. Sin embargo no es raro entre los políticos, al menos los de ogaño, que vean en la publicidad un instrumento de gran utilidad y si hace falta mentir para convencer engañando, mienten y engañan. Y apura su texto servidor una proposición: el único antídoto a esto es la prensa libre, la verdadera prensa que investiga e informa hechos duros, la verdad monda y lironda. Por eso los periodistas caen muy mal a los políticos mentirosos. Si quiere usted un indicador acerca de la verdadera catadura ética y moral (no son lo mismo), de un político y sobre su verdadero desempeño, basta con revisar su relación con la prensa. Póngase listo, no falla. Un ejemplo muy a la mano es la prohibición de Morena a que sus corcholatas acudan a dar entrevistas “a medios reaccionarios o conservadores”. Ni disimulan. 

No parece del todo acertado hablar de una supuesta crisis política de estos tiempos. Es la misma pasta humana de siempre y si quiere horrorizarse de los peores tejemanejes en política, léase de Suetonio, que vivió entre el año 70 y el 126 d.C., su obra “Vidas de los doce césares”, en las que desnuda a los gobernantes de Roma de Julio César a Domiciano. Esos eran canallas y no había periódicos ni publicistas. Sin embargo, el florecimiento del populismo (y un cierto nihilismo ético en amplios sectores sociales), el “toda da igual”, “todos son iguales”, permite confirmar que la verdad no es asunto de mayorías y que suele ser incómoda y ahora, hasta despreciada (caso práctico, el Donald Trump, cuyo cinismo es aplaudido por millones). Ni modo. 

Y todo esto para repetir una pregunta que se hacía San Agustín, en su obrita (22 volúmenes), “De civitate Dei contra paganos”, escrita entre los años 412 y 426 (no había ‘words’), confrontando la del cristianismo, la ‘Ciudad de Dios’, con la ‘Ciudad pagana’, la de la decadencia y el pecado. La pregunta del santo y sabio, era: qué distingue al Estado de una banda de ladrones a gran escala; y la respuesta es: la justicia y del Derecho. 

Y la justicia y el Derecho en el reino de la mentira, son imposibles. Solo por eso los políticos deben administrar el uso de la mentira al mínimo, como los verdaderos hombres de Estado para no hacer de sus gobiernos una banda de ladrones.

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