Corina Gutiérrez Wood
El año nuevo llega puntualmente, como si la puntualidad fuera garantía de algo. Cambia el número en el calendario y, con él, la ilusión colectiva de que el tiempo entiende de comienzos y finales. Pero seguimos siendo los mismos; cansados a ratos, lúcidos en momentos específicos y tercos casi siempre. Arrastramos pendientes, ideas inconclusas, conversaciones que nunca se cerraron y decisiones que aún no sabemos si fueron valientes o simplemente impulsivas.
Hay algo profundamente teatral en la forma en que despedimos un año. Nos vestimos mejor, elegimos incluso el color de la ropa interior según lo que queremos atraer, brindamos con solemnidad, hacemos listas mentales, o escritas, para sentirnos responsables y fingimos que el tiempo entiende de rituales humanos. Como si al universo le importara que contemos regresivamente antes de cambiar de página.
A esa puesta en escena se suman los rituales domésticos, salir con maletas para atraer viajes, barrer agua hacia afuera para expulsar las malas vibras, dibujar cruces de azúcar como si la prosperidad entendiera de símbolos caseros. No importa si creemos del todo en ellos; lo importante es el gesto. Son pequeños intentos de dialogar con el caos, una forma discreta de sentir que no llegamos del todo desarmados al siguiente capítulo.
Nos vendieron la idea de que el 31 a las 11:59 p. m. todo caduca; errores, miedos, fracasos, versiones incómodas de nosotros mismos. Como si la vida tuviera botón de “restablecer configuración de fábrica”. Y no, nadie se despierta el 1 de enero con el alma recién planchada ni con el historial emocional borrado. A lo mucho, con un poco de esperanza y la vaga sensación de que ordenar simbólicamente el tiempo nos da una ilusión de control.
Tal vez por eso insistimos tanto en marcar el cierre. Necesitamos creer que podemos ordenar el tiempo, que se puede dividir en antes y después, aunque sepamos, en el fondo, que la vida rara vez funciona así. El calendario ofrece una estructura cómoda, nos permite decir “hasta aquí” sin tener que resolverlo todo, nos da permiso para pausar, para mirar atrás sin quedarnos atrapados y para seguir sin sentir que estamos improvisando constantemente.
Y, aun así, aquí estamos. Haciendo el ritual. No porque creamos seriamente en la magia, sino porque necesitamos pensar que algo puede acomodarse, aunque sea un poco. Tal vez no el mundo, ni el sistema, ni las personas que no cambian nunca, pero al menos nuestra manera de mirar lo que nos pasa.
El problema no es el año nuevo; es la expectativa exagerada que le colgamos como adorno. Le exigimos transformación total, redención inmediata y claridad absoluta. Como si doce campanadas y sus respectivas uvas pudieran resolver lo que no supimos enfrentar en doce meses.
El año que se va no fue ejemplar. Tuvo momentos malos, decisiones cuestionables, silencios largos y aprendizajes que llegaron a golpes. Hubo días que no quisiéramos repetir y personas que nos enseñaron exactamente qué no volver a permitir. Eso también cuenta. No como tragedia, sino como información. De la útil, aunque llegue sin instrucciones.
Porque no todo lo que duele es fracaso. A veces es el cuerpo y la intuición diciendo “por aquí no”, aunque insistamos en seguir. El año que termina deja rastros, algunos incómodos, otros necesarios. Ignorarlos sería desperdicio; dramatizarlos, una forma elegante de no aprender nada.
También hubo errores propios, claro. De esos que no se pueden culpar ni al contexto ni a Mercurio retrógrado. Decisiones tomadas por prisa, por miedo, por no saber decir que no. Reconocerlas no es autoflagelación; es honestidad básica. Esa que rara vez entra en los propósitos de año nuevo, pero que suele ser más útil que cualquier lista que realicemos.
Y sería injusto cerrar la puerta sin reconocer lo que sí resistió. Lo que se quedó. Las risas inesperadas, los vínculos que no se rompieron, los días normales que hoy entendemos como privilegio. No todo fue desastre, aunque a veces lo parezca cuando hacemos el recuento con lupa y memoria selectiva.
También hubo belleza, aunque no siempre hizo ruido. Momentos sencillos que no pedían aplauso externo, una conversación honesta, una tarde en calma, la certeza momentánea de estar en el lugar correcto, aunque no fuera perfecto. Instantes de paz que no se presumen, pero equilibran.
Y sí, también hubo logros. Éxitos que no entran en discursos motivacionales ni se miden en aplausos ajenos, pero cuentan; avanzar cuando parecía difícil, terminar lo que costó, sostenerse sin garantías. Reconocerlos no es optimismo ingenuo; es una forma de respeto propio.
El año nuevo no viene a salvarnos. No trae manual, ni soluciones inmediatas, ni versiones mejoradas de nosotros mismos por default. Lo único que ofrece es continuidad. La posibilidad de seguir, pero con un poco más de conciencia, un poco menos de autoengaño y menos promesas grandilocuentes que suelen durar lo mismo que los propósitos de enero.
No empezamos de cero. Empezamos con lo aprendido, con lo que dolió y con lo que funcionó. Con cicatrices, sí, pero también con criterio. Con una versión de nosotros que ya sabe un poco mejor lo que no quiere, y eso, es un avance real.
Quizá el verdadero gesto de año nuevo no sea prometer cambiarlo todo, sino aceptar que el cambio no tiene fecha exacta ni fuegos artificiales. Que ocurre lento y casi siempre en silencio, mientras seguimos viviendo.
Lo demás, lo bueno, lo imperfecto, lo valioso, que se quede. Porque algo hicimos bien si todavía estamos aquí; brindando con el sarcasmo intacto, esperanza moderada y la conciencia un poco más afinada. No se trata de empezar de cero, sino de continuar con más claridad y sin dramatizar el calendario.
Gracias por acompañar esta lectura y detenerse un momento en medio del calendario y lo que solemos poner en él. Que el año que empieza nos conceda, al menos, la lucidez para elegir mejor en qué pensar, a quién escuchar y cuándo soltar. Lo demás, como casi todo, se irá acomodando solo.