Corina Gutiérrez Wood
¿Se acuerdan que hace poco platicamos de Catalina de Aragón? Esa reina que no solo era la esposa formal, sino la que dirigió ejércitos mientras Enrique VIII se probaba sombreros con plumas en los banquetes. Catalina, adorada por el pueblo, hija de los mismísimos Reyes Católicos, los que unieron un país, financiaron a Colón y pusieron a España en el mapa con letra mayúscula y capaz de mirar al rey a la cara y decirle: “Yo soy tu esposa legítima, y tú lo sabes”. Sí, esa mujer. Bueno, pues ahora toca hablar de quien logró desbancarla: Ana Bolena, la que llegó a la corte a mover absolutamente todo; empezando por la corona.
Ana no tenía sangre azul para presumir. No nació destinada al trono ni tenía un escuadrón de niñeras enseñándole a hacer reverencias desde la cuna. Era hija de un diplomático con aspiraciones y una madre de buen linaje; suficiente para estar cerca del poder, pero no para sentarse en él. Sin embargo, el destino la mandó a Francia y ahí aprendió el verdadero arte del encanto; conversarlo, insinuarlo, provocarlo. Descubrió que en una corte se conquista con sonrisa estratégica e inteligencia táctica. Y Ana tomó apuntes.
Cuando regresó a Inglaterra, se encontró con una corte medio dormida, con nobles entreteniendo al rey sin mucha novedad. Y pum, aparece ella. Sofisticada, con ese aire francés que hace que hasta pedir un pañuelo suene poético. Enrique VIII la vio y en ese instante decidió que su vida necesitaba una nueva protagonista. Aunque hay que decirlo; ya había “conocido” a la hermana de Ana, María, lo que hace este guion aún más digno de reality show.
Pero Ana tenía una idea muy clara de sí misma; no pensaba ser la amante de nadie, ni siquiera del rey. Cuando Enrique le ofreció joyas, un castillito humilde, lujos y un amor clandestino asegurado, ella prácticamente respondió “Gracias, pero yo no hago papeles secundarios”. Y ahí fue cuando el monarca, acostumbrado a que el mundo se rindiera a sus pies, decidió mover cielo, mar, tierra y al Vaticano para conseguirla.
Y vaya que lo movió. Con tal de ponerle una corona a Ana, provocó el divorcio más dramático de la historia. Porque no solo rompió con Catalina; rompió con el Papa, con la Iglesia Católica y con medio continente que opinaba que aquello era un pecado con firma real. Enrique se sacó de la manga la teoría de que su matrimonio con Catalina nunca había sido válido. Qué conveniente que la iluminación divina llegara justo cuando Ana le hizo ojitos.
Mientras el debate teológico ardía, Ana pasó de ser una dama más a la mujer más observada, comentada e imitada del reino. La adoraban, la envidiaban, la odiaban; todo al mismo tiempo. Pero ella seguía avanzando con una seguridad insultante para quienes creían que la ambición femenina era un accidente del carácter. Y así llegó el gran día; Ana se convirtió en reina.
Claro que antes, como buen giro del destino, Ana llegó al altar con un bebé en camino. Y todos los ojos apuntaron a su vientre esperando un varón que justificara tantas guerras emocionales y políticas. Pero nació una niña; Isabel. Y toda la corte puso cara de decepción. Si hubieran sabido que esa bebé dominaría la historia como Isabel I y sería la monarca más relevante que Inglaterra ha tenido; hubieran sonreído más en el bautizo.
Ana sabía que necesitaba un heredero varón y no dejó de intentarlo. Pero la suerte se le fue poniendo en contra. Embarazos que no prosperaban, enemigos acumulándose como recibos en fin de mes, y un rey que comenzó a mostrar ese clásico gesto masculino de “no eres tú, soy yo; y otra mujer que ya llegó”. Porque sí, ya había otra aspirante al trono sentimental; Jane Seymour.
El amor obsesivo se transformó en sospecha. Y la sospecha, en crueldad. A los hombres del poder no les encantaba que Ana opinara sobre política, que cuestionara decisiones o que levantara la voz. Si había algo que ella no sabía hacer era fingir que no sabía. Y eso terminó siendo su condena.
Cuando un rey decide que te volviste un problema, la historia ya no se escribe con tinta, sino con sentencia. Los cargos contra Ana fueron tan absurdos que hoy nadie los puede leer sin pensar que la realidad supera al chisme cortesano; adulterio, traición y, la joya, incesto con su propio hermano. Un libreto desesperado para justificar lo injustificable.
El juicio fue una broma legal y la condena, un espectáculo digno de horario estelar. Ana, que jamás dejó de tener buen gusto, pidió morir con una espada francesa, porque una puede perder la cabeza, pero jamás el estilo. Literalmente, antes muerta que sencilla.
Y así fue, un solo tajo, limpio, silencioso, como si hasta la muerte hubiera dicho “Bueno, mínimo que se vea fino”. Nada de hachazos toscos; la elegancia la escoltó hasta cuando la historia decidió apagarle la voz.
Pero su historia no murió ahí. Porque la venganza del destino llegó envuelta en encaje real; su hija. Esa niña subestimada se convirtió en la reina que llevó a Inglaterra a su época más gloriosa, que cambió la historia de la cultura, la exploración y la política mundial. Isabel fue la prueba viviente de que lo mejor que te puede pasar es que los que te subestiman no sepan hacer predicciones.
Ana Bolena no fue perfecta. Fue ambiciosa, sí. Fue intensa, también. Quiso demasiado, en una época en la que las mujeres no podían ni querer ni hablar de más. Su pecado fue pedir lo que otros tenían por derecho de nacimiento; poder, influencia, decisiones. Quería todo. Y lo consiguió el problema fue mantenerlo bajo un rey cuyo amor duraba lo que un antojo.
Ana no fue santa ni pretendió serlo. Fue el tipo de mujer que incomoda; inteligente, estratégica, incómodamente brillante. Cambió el tablero del poder como pocas; derribó a una reina, provocó un cisma religioso, dejó una hija que gobernó 44 años y logró lo que nadie imaginó, y todo eso sin llegar a coronarse del todo.
Porque al final, Ana demostró que los castillos se conquistan igual con ejército que con cerebro y a veces, con más éxito.
Así que ya saben; si un rey les promete el paraíso, revisen primero dónde guardan la guillotina porque hay hombres que, cuando una mujer piensa demasiado alto, prefieren cortarle la cabeza antes de perder el control.