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Alvarado, de mi vida y la calle Madero

Alvarado, de mi vida y la calle Madero
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+ Ahí crecí, entre la tierra blanca y los amigos…

+ Donde todos éramos felices y lo somos…

 

Tuxtla Gutiérrez, Chiapas; 02 de Septiembre de 2017.- Yo nací, o al menos eso me dijeron, en la casa número 33 de la calle Francisco I. Madero de la Heroica y Generosa Ciudad y Puerto de Alvarado, que dijo Pablito Coraje, es “…la risueña, la costeña, ciudad que sueña junto al mar”. Ese número mágico que los fieles católicos marcan la edad de muerte de Jesucristo, pasó a ser el 69 del domicilio de la familia Portela Alvarado y hoy la nueva nomenclatura le localiza con el 453.

Ahí empieza la historia de una familia de diez hijos que luego por designios del destino solo quedamos nueve, que parecía un equipo de béisbol, donde yo era el cuarto bat de la novena. Un núcleo familiar que poco era lo que económicamente teníamos que presumir, pero que, “siempre había para la papa”.

Mi papá, Celedonio Portela Sánchez, un hombre de oficio zapatero y pescador; mi mamá, ama de casa y después conserje en una escuela de Paso Nacional, nunca perdieron esa alegría que caracteriza a los alvaradeños y la fe de que sus hijos saliéramos adelante. Eran tiempos cuando todos, o casi todos los niños y jóvenes íbamos a la escuela y entre el 70 y 80 por ciento ingresábamos a la universidad. Toda la familia era feliz.

Y nunca se perdió la alegría en el barrio, porque recuerdo, a la víspera de cada cumpleaños de las vecinas, se les organizaba el “asalto” la noche anterior. Las mujeres que eran las más enjundiosas se vestían de hombres, viejas o jovencitas, hasta con puro y pistolas, a veces, con diversos atuendos para cantarle a la festejada. Mi mamá Gregoria Alvarado participaba siempre, como también Felipa Enríquez y otras que ahora no recuerdo.

Eran nuestras  vecinas: Vicenta, Teresita y Lola Ochoa, quienes tenían un lonchería donde vendían empanadas, tostadas, tacos fritos, tamales y hasta atole de coco. Vicenta, esposa de Pedro Baltazar –un empleado de por vida del Ayuntamiento—también hacía gelatinas, flanes y un dulce que le llamaba “ariquipa” que era muy sabroso. Teresita tuvo una sola hija: María Elena que fue producto del gran amor de su vida, “Juan El Perro Prieto”, hermano de Carmen Arano.

Entre esos amigos estaba Manuel Ochoa, “Tío Mánuel”, hijo de Lola Ochoa, que fue mi compañero de barrio y de primaria, al igual que “Manuel La Burra”, Carlos “Colita” Reyes Hernández, Rafael Figueroa Zamorano “La Pulga”, Sotero Silva Herrera, Joaquín Sena y Lelo Triana, entre los que me acuerdo.

Mi mamá era la experta en dulces de leche, de coco con leche, de zapote mamey, cacahuate, pasta de guayaba; melcocha, cocadas. Vendíamos aguacates, mangos, manzanas, nanche en bolsitas; naranja peladas a los alumnos de la escuela “Benito Juárez” y “Josefa Ortiz de Domínguez”, a la entrada y en el recreo. Doña Goya era la gran empresaria para el sustento familiar en ayuda a mi padre Celedonio Portela que se empleaba en su taller de zapatería, donde todos los hermanos aprendimos el oficio.

Frente a nuestra casa había un terreno baldío por donde cruzábamos para ir a la escuela “Benito Juárez” y, que ni siquiera teníamos que entrar por la puerta principal que daba a la calle Guerrero, sino por los balcones que asomaban al callejón de Mina. En ese lugar vivía un viejo fantasmagórico al que le llamábamos “Tío Juan Fuja”, no sé por qué. Le teníamos miedo porque decían que era brujo y por las noches se convertía en algún animal.

Nuestra vida transcurrió en un festival de juegos que empezaban con la lucha y revolcadero en las blancas arenas de la calle Madero. El “cancán” que consistía en una lata rellena de piedras o canicas que tirábamos lejos o a un monte para que el castigado la buscara y luego adivinara dónde nos habíamos escondido, sonando el artefacto. Fuimos expertos en el yoyo, el trompo con suertes de fantasía, “al golpe” y el “saca quinto”. El “tacón” que le quitábamos a los zapatos para golpear monedas y el que las tirara más lejos golpeándolas, ganaba; así como a “los gallitos” cuyas corcholatas afilábamos poniéndolas en las vías del tren. Para todos estos juegos el que siempre fue un vago, era “Enrique el Palomero”.

En la esquina de la Madero y Guerrero nos reuníamos para jugar por las tardes y las noches. A la vuelta vivía don Inés Blanco, papá de Gastón Blanco Ruiz y dos hermanas.  Al lado don Jaime Ruiz y su esposa doña Olga Barroso, quien en una época que se escaseó el agua potable (porque entonces sí era potable que hasta la tomábamos del tubo) yo le llevaba las latas llenas, que me pagaba con unas cuantas monedas de veinte centavos, esas de cobre que tenían la pirámide de Teotihuacán y el sol.

Cómo me voy a olvidar que en la casa de don Dimas Zamudio era la única donde había televisión y de buena onda, nos dejaban entrar a la gran sala para ver series como “Viruta y Capulina”; “Carly Shesman, el Bandido de la Luz Roja” y las “Estrellas de Vanart”, entre otros programas. Pero el que se durmiera, ya sabía lo que le pasaba: Amparito Zamudio Mora le pintaba la cara con colorete. A los que les teníamos miedo en ese tiempo fue a Manuel el hijo de Nelón y Silveria, al que el “temible” Dimita le hacía enojar gritándole: “Manuel y Miguel; Nelón y Silveria; Marcos y Charo”, que eran los nombres de los integrantes de esa familia.

“Una dos manita y tres”, era otro juego que consistía en que uno correteaba a los demás y les daba en la espalda tres palmadas diciéndole esas palabras. También jugábamos con billetitos a los volados e intercambiábamos barajitas para completar el llenado de álbumes que las hubo de luchadores, de banderas del mundo y de animales, para que les conociéramos. La felicidad estaba a nuestras manos y era barata.

En la esquina de la calle Aldama, en un terreno lleno de plantas y piedras, vivía doña  Carmita Reymundo; enfrente don Toño Zamudio –hermano de Dimas y Goyo Zamudio—que tenía unas hijas a las que les conocían como “Las Federales”. Al lado vivió Rosa y Sicilfredo Lara, que según mis cálculos era hermano de Potonche, que junto con “Juan Tarcala”, “Canuto” y José “El Gordo” García, era de los más connotados y famosos policías de ese tiempo.

Para entonces yo era un chamaco al que “La Chata”, que fue esposa de Felipe “El Loco” Tiburcio, pagaba bien por cada mandado que le hacía, al igual que “La Negra” Juana Peña, por irle a comprar de volada, unos tacos ahogados de “Pompeyo” –frente al Cine Juárez—para comérselos calientitos. También me tocó cuidar una niña hija de una señora llamada Conchita, esposa de un señor que trabajaba en la draga y vender gelatinas que ella preparaba al igual que los flanes de mi prima hermana María Elena Figueroa Alvarado. Fui de todo en la vida y anduve de aquí para allá, como dice la canción.

Desde el parque deportivo “Miguel Alemán Valdez” hasta el boulevard Juan Soto, la calle Madero parecía un desierto de tierra blanca o amarillenta, nuestro gran espacio de juegos y que, en tiempos de nortes quedaba tan raspada, que salíamos a buscar monedas que siempre, algunas, encontrábamos. Fue donde convivía con Manuel Rascón Arano “La Burra”, el hijo de Carmen Arano y Feliciano “Chanín Rascón, quienes tenían otros hijos: Cleotilde, Libia, Marina y Rogelio. Ya después “Frijol”, que ahorita no recuerdo su nombre.

También jugábamos con jole, Mañe, Marco, Nicho, a los que les decíamos “Los Manglareños” porque se dedicaban a cortar madera para palancas y leña para hacer carbón en unos terrenos que tenían en los manglares. Ellos nos contaban muchos cuentos de aparecidos como el de la mujer de blanco que se aparecía bajo un árbol de su casa o la luz mala que brillaba en el monte donde trabajaban.

Las niñas de nuestra edad eran Irma y Matilde, hermanas de Jole y Mañe; aunque tenían otras más grandecitas como Goya y Vicenta; Nermi y Nancy Valerio —hijas de Vicente “El Aleluya”– quien después fue esposa de mi hermano Gabriel, y Charo, hermana de “Enrique el Palomero”. En ese tiempo llegó a Alvarado un circo donde andaban unos trapecistas llamados “Los Daniel´s” que se quedaron en el pueblo y hacían sus actos de caminar y andar sobre un monociclo,  en las calles o en la escuela “Benito Juárez”; también llegaban las caravanas de artistas o películas, en las que conocía a Manolín y Shilisky y a León Michel y vi mis primeras películas y caricaturas.

El mundo no pasaba de la equina de doña Mello, la esposa de don Luis Santiago (que trabajaba en la cervecería de la Casa Lara y Leal), hermano –me dicen—de “Juan Totola”, el que vendía tortas de pavo con mole en el zócalo, hasta la otra donde vivía doña Nicolasa la mamá de Nicho, al que su papá le decía “Mi Rey”, de Mello, Socorro y Delma. Contra esquina vía don Dimas Zamudio “El Lechero” y enfrente Natalia Valerio.

De los hijos de Natalia Valerio, “Güicho Malalma” se dedicaba a cuidar caballos; a Elías le gustó siempre la cocina y repostería y Enrique “El Palomero” a vender palomitas, cacahuates en bolsitas que yo también en un tiempo, los domingos, iba a vender al zócalo o la bolitas de queso que preparaba doña María, la abuela de todos ellos.

De todos me acuerdo porque en la Madero vivimos siempre. Junto a la casa de mi mamá vivía Regino “Cardenal” Herrera y su hija Rosa la Cardenala”. También Agustín, al que una vez le dijeron que ya no se emborrachara, respondiendo: “pa´ que lo venden”. Era de los loquillos que nunca faltan en un pueblo, como también “Panchito Valerio”, que se subió a la loma (ahora del Rosario donde volábamos papalotes) para hurgar con una palanca la luna y también José Lucio “El Diablo” que recogía todas los clavos, arandelas, fierros y alambre que encontraba en la calle.

En el barrio vivió siempre Pancho Alceda quien tuvo mucho tiempo un expendio de frutas y legumbres en el boulevard Juan Soto y Bravo, donde su hija Josefa atendía y que luego se lo quedó su hijo Emeterio. Su esposa era Luisa Cruz que tuvo también a Moisés que siempre le dijimos Móise; Chabela –madrina de mi hermana Aída–, Mirna y Panchiriqui, mi proveedor de “pecho amarillo”, para que amarrara la peda.

Muchas veces trabajé descargando guácimos de plátanos que Pancho Alceda compraba por camionadas. Ahí nos juntábamos “Beto Cardenal”, el “Pata de Águila”, hijo de Micaela, y los “Manglareños”, a los que también les decíamos “Los Pastoritas” porque eran hijos de doña Pastora y Salvador García. Por cierto, me acuerdo de la mamá de uno de ellos, doña Chanita, una viejecita dulce y delicada que recalentaba la comida que le regalaba Luisa Cruz y que volvía una delicia.

Me acuerdo de tanto y de tantos que no pararía de recordar, como a un señor de aspecto ermitaño que no sé si era papá de Ricardo Tiburcio o de su esposa Felipa Enríquez. Le conocían como “Papa Lipe”. Tenía un terreno en la Madero, a media cuadra de Aldama y Guerrero, en el que sembraba maíz, pero lo que me quedó en mente fueron las deliciosas papayas que cosechaba de sus árboles.

Y así se fue haciendo la historia, mis recuerdos y mi vida en esta calle gloriosa de mucha gente hermosa que no habré de olvidar nunca; que también nunca, podré describir en unas páginas y menos de un solo golpe. Quedan pendientes otros rezagos de mi memoria histórica…RP@.

Con un saludo desde la Ciudad del Caos, Tuxtla Gutiérrez, y la tierra del pozol, el nucú, la papausa y la chincuya…

Para contactarme: rupertoportela@gmail.com

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