Sr. López
El problema de hacerse tarugo es que se hace uno tarugo, sí: a fuerza de fingirse tarugo, se acaba siéndolo. ¿O se es tarugo para poder hacerle al tarugo?… difícil cuestión que no trata Tomás de Aquino -y mire que revisó este menda-, ni en su “De Veritate” que no dice una mentira, ni, última esperanza de su texto servidor, en su repaso al tratado de Aristóteles, “Sententia super libros de generatione et corruptione”, de cuya lectura se concluye que cualquier tenochca “simplex”, lecciones le da al Aquinate de eso: la “corruptione” es nuestro mero mole. Así, sin esperanza de encontrar respuesta a esta duda (cartesianos, absténganse), solo nos quede claro que no, no es recomendable hacerse tarugo. Mire:
Había una vez un país que después de perder poco más de la mitad de su territorio por andar en la parranda, disfrutó 30 años del orden que impuso un dictador a cubetadas de sangre y luego de pasar por una guerra civil -la llamaron revolución-, con cientos de miles de fiambres, se instaló en una cosa llamada “régimen de la revolución”, que consistió básicamente en un hacerse tarugos todos pero en paz.
Con el “régimen de la revolución”, las cosas mejoraron aunque se dice que estaban tan mal que sus pocos logros, lucían mucho; y también que sí se avanzó, pero mucho menos que sin hacerse tarugos. En fin, lo que sea, sí mejoró mucho todo, no nos hagamos tarugos. El caso es que por eso, los políticos y en general todos los que intervenían en la conducción de los asuntos nacionales, parece pensaron que el secreto del progreso era ése: hacerse tarugos… y le tomaron gusto, hasta el entusiasmo.
A los habitantes de ese país, decirles que tenían democracia, partidos políticos, división de poderes, libertad de expresión y elecciones, era lo de menos si a cambio de semejantes mentirijillas, se progresaba y la gente vivía razonablemente bien, aceptablemente mal, aunque la verdad, parece que nada más se daban por bien servidos teniendo seguridad pública, menos matazones y que el patrón no les explicara las órdenes a latigazos.
Lamentablemente, a la clase gobernante de ese país en ese régimen, le pasó lo que a tía Concha con sus perritos, que a fuerza de reproducirse entre ellos, le empezaron a nacer feítos y luego con defectos; sí, a los perritos y a los políticos hay que mezclarlos con sangre fresca, pero en ése país que le cuento, los políticos se reciclaban, acaparaban todo, congreso, juzgados, partidos, sindicatos y luego, empresas: no compartían nada con nadie fuera de su grupo. Y cuando se hacían ancianos o se morían, los hijos y nietos los sustituían.
Ese país de cuento que le cuento, en el año 2000, inventó un nuevo sistema de gobierno, la Tarugocracia, variante mejorada de la antigua y aceptada Cleptocracia, cuya razón para tener y retener el poder era mandar, sí, pero no extirparon a los de antes que mandaban para robar, al inicio poquito (había poquito), después, regular (les daba como pudor), y luego en escala industrial, ya muy refinados sus métodos (en 200 años de prueba-error, se aprende).
Todo esto en México (sí, no se haga tarugo, estamos hablando de nuestra idílica patria), que en 2018 sin aviso ni anestesia, un nuevo Presidente, nuestro actual Presidente, lo quiso regresar al “régimen de la revolución”, ese presidencialismo mórbido pero sin decirlo, hasta jurando abjurar de ello, con pudores de Oscar Wilde cuando se refería a sus preferencias como “el amor que no se atreve a decir su nombre” (la porra azteca se lo dice, clarito), y este régimen que no se atreve a decirse priista del echeverriato de hace 53 años, aspira callándolo, a reinstalar en el país el “ménage atroz” con que se tejió el esperpéntico tapiz, telón de fondo de esa vida nacional que ni se lo digan, anda de malas, ya no existe ni puede resucitar.
El líder de ese regreso al pasado, nuestro actual Presidente, parece que instintivamente, por ser lo que conoció de joven, o por los pocos conocimientos hechos dogmas que retiene de sus estudios juveniles, confiaba en conseguir fácilmente su propósito, y él lo dijo: bastaba que asumiera el cargo y todo cambiaría porque su premisa era que los políticos, todos, junto con funcionarios, jueces, legisladores y auditores, se iban a hacer tarugos, como antes siempre se hicieron, por miedo, ambición o simple pereza. Y es tal su determinación en tener bajo su mando absoluto a todos (lealtad le llama a eso), que reparte inmunidad e impunidad entre los suyos para que los demás quieran también ser iguales bajo la tela que los cobija, como la madre y la hija del lépero refrán español.
No ha tomado en cuenta o no sabe el director de este circo de mentiras y simulaciones, lo antes dicho: a fuerza de hacerse tarugo se acaba siendo tarugo. El tiempo es su enemigo. Los sexenios son los ríos que van a dar a la mar, que al entregar el poder es como morir. Ahora le toca gozar del aplauso pagado o interesado, ya sabrá que sobre cifras y amaños hay cosas que en este mundo traidor nadie perdona, en primer lugar los muertos.
Los informes de su propio gobierno no admiten réplica: cerca de 700 mil muertes en exceso a marzo del 2022; más de 500 mil muertes relacionadas con el Covid; más de 7 mil niños muertos por cáncer; más 143 mil asesinatos; 3 mil 800 feminicidios; 15 mil desaparecidos y la disminución de cuatro años de expectativa de vida (sí, nos están quitando vida).
Ojalá despertara este señor, que a nadie desea uno mal. Ojalá y si no, ojalá tuviera un leal, uno solo, en quien él confiara, al que escuchara y que tomándolo por los hombros lo sacudiera: -No te hagas tarugo, ¡ya!, entiende y si no lo puedes evitar, contrata mentirosos profesionales, para cuando menos, hacernos tarugos sin hacer el ridículo –pero, no, lo mejor es que despertara: todo su diario pregón es artificio, huye diario hacia adelante, sostiene sus dichos con más dichos, lucha como un desesperado que intenta trepar por un chorro de agua, en este caso de pura saliva… y sin remedio, ¡ahí viene el 2024!