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Aeropuerto dinosaurio en caída, gigante que no despega / Sarcasmo y café

Aeropuerto dinosaurio en caída, gigante que no despega / Sarcasmo y café
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Corina Gutiérrez Wood

Había una vez, en la gloriosa capital del Reino de la Cuarta Transformación, un veterano llamado Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Viejo guerrero de acero y concreto, había resistido sismos, huelgas, apagones, protestas y a esa mítica prueba de resistencia llamada “fila del filtro de seguridad”. Su historia estaba escrita en cada azulejo roto, en cada cinta transportadora que crujía como un anciano, en cada anuncio de “su vuelo ha sido retrasado” recitado con la voz cansada de una azafata invisible.

Pero su enemigo más letal no fue el tiempo ni la burocracia: fue la lluvia.

Era 12 de agosto, y el cielo decidió someter a la capital a un diluvio bíblico. Llovió con tal pasión que los dioses del agua imaginaron góndolas navegando por las pistas y turistas brindando con Aperol Spritz. El AICM, fiel a su costumbre, sacó su arsenal de guerra: trapeadores con más millas recorridas que un sobrecargo sindicalizado, cubetas con tantas cicatrices que podrían contar su propia autobiografía, conos naranjas firmes como estatuas que custodian el desastre, y la estrategia más patriótica de todas: esperar a que pare la lluvia.

Pero esta vez, no alcanzó.
Las pistas se convirtieron en lagunas. Los vuelos cayeron como fichas de dominó. Las maletas flotaban como botes improvisados, algunas llevando pasajeros imaginarios hacia destinos más secos.

En la Terminal 1, una señora intentaba rescatar su equipaje, arrastrándolo como si estuviera sacando a un hijo inconsciente del Titanic. En la Terminal 2, un ejecutivo extranjero, con traje italiano empapado, observaba incrédulo cómo su “carry-on” navegaba por un charco con la dignidad de un transatlántico hundiéndose.


¿Este es el aeropuerto internacional? preguntó el ejecutivo, con la voz temblando entre incredulidad y miedo, como quien descubre que su hotel de cinco estrellas es en realidad un hostal con goteras. Sí, joven y el otro está vacío, respondió el del UBER, sin inmutarse, mientras desplegaba su tarifa “especial temporada de lluvias”, el doble de lo normal, más un recargo por terapia emocional incluida en el trayecto.

Mientras tanto, desde un palacio muy muy lejano, ubicado, según los cronistas, en algún punto de Tabasco, el Supremo Tlatoani (o sea, el tío de todos ustedes) contemplaba la tormenta con la serenidad de quien siempre tiene otros datos.
Esto es culpa del pasado. ¡Por eso hicimos el AIFA! proclamó.
En primera fila, Cihuatlatoani (o sea la tía de todos ustedes) aplaudía con fervor, convencida de que si lo decía el Tlatoani, debía ser cierto.

Y sí, allá, perdido en un rincón del mapa, el AIFA existe, reluciente, casi nuevo, monumental, y tan vacío que el eco tiene su propio código postal. Un castillo de cristal del sexenio pasado, diseñado para impresionar a cualquiera, siempre y cuando no busque un vuelo. Pasillos tan impecables que podrías comer en el suelo sin mancharte, salas brillantes que parecen esperar eternamente a un pasajero que nunca llega y un acceso vial decorado con mamuts prehistóricos, como si anunciaran la entrada a un parque temático: “Sendero Jurásico, un viaje al pasado, y sin regreso”.


No iban los aviones.
No iban los pasajeros.
Ni siquiera el Wi-Fi, que prefería fingir amnesia antes que admitir que estaba ahí.

Entonces, entre goteras y retrasos, alguien pronunció una idea tan sensata que resultó ofensiva para el séquito leal:


¿Y si usamos, los dos aeropuertos?
En una ciudad con más de 20 millones de habitantes, el tráfico aéreo más alto de Latinoamérica y la capacidad de saturar terminales solo con vuelos a Cancún ¿por qué no?
Precisamente por eso, por ser demasiado lógico. Y la lógica, en este reino, siempre es sospechosa.

Así que el plan fue dejar morir al AICM como quien deja de regar una planta para luego culpar al sol. Si se inunda, se quiebra o se hunde, mejor, así la gente aprenderá a amar al AIFA.

Esa noche, entre maletas empapadas y turistas que caminaban como náufragos recién rescatados, un vendedor ambulante aprovechó la tragedia para ofrecer impermeables, flotadores y café soluble a precio de oro, pregonando a todo pulmón:
¡Lleve su chaleco salvavidas, impermeable o café calientito! ¡Garantizado para sobrevivir hasta que llegue su vuelo! 

En la capital de un país que merece dos aeropuertos funcionando al 100, el pueblo aprendió una lección digna de manual de realismo mágico, no hay lógica que sobreviva a un capricho político, y no hay aeropuerto que flote cuando ha sido condenado a hundirse por decreto.

Y así, en el reino de cielos plomizos y pistas que se convierten en lagunas, la tormenta verdadera no es el agua que arrastra maletas ni el viento que apaga anuncios, sino la sombra oscura que cae desde los tronos invisibles, donde la ceguera se viste de corona y la necedad gobierna como un rey sin ejército.

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