Castorena Ursúa
No recuerdo bien a bien cuando fue la primera vez que la vi, sin embargo, recuerdo todos los consejos que me dio, su voz pausada, queda; su cara risueña, tierna, desbordante de bondad. Su paso lento, seguro, su bastón apoyándose contra las escaleras de la escuela. Sus palabras: “tienes aliento poético, pero no, todavía no es poesía lo que escribes”
Recuerdo haberme emocionado, cuando en mí alma mater (la escuela de periodismo Carlos Séptien García, segundo hogar por años de mi querida maestra) nos anunciaron que ella nos daría clases extracurriculares de literatura, por mi alma chiapaneca su cercanía con la emérita Rosario Castellanos, hacían de esta asignatura una oportunidad invaluable para acercarme a la historia viva de un México, al que la nostalgia y la memoria, me entusiasmaba poder acercarme y escuchar en primera persona.
La clase fue eso y mucho más. Casi fue hace veinte años. Los que tuvimos el honor y el placer de asistir, no me dejarán mentir, como la sonrisa de la profesora iluminaba el salón, y la manera en que estructuraba las palabras cuando leía poesía nos transportaban al ritmo, la estructura, la cadencia, a ese lugar fantástico donde habita la poesía. Su sonrisa y alegría crecían de manera exponencial cuando alguno de los alumnos entendía la métrica, y creaba un esbozo de poema.
Maestra de luz. Siempre generabas en mí la pregunta, el asombro, la alegría del estudiante que encuentra nuevos descubrimientos, y nuevas bondades. Apasionada hablaba de poesía como de los problemas sociales, de un México más justo y equitativo, que en esos días de encono (era 2006) de lucha, de resistencia, donde como buena docente, daba palabras de aliento, de motivación, de esperanza, de preocupación. Como esa tarde de principios de mayo, en particular el 3 y 4, cuando los hechos de Atenco, y lo primero que hizo al verme la siguiente semana que tuvimos clase fue llamarme a su escritorio para decirme que le daba mucho gusto que estuviera bien, que estaba preocupada pensando que las pláticas que tuvimos me hubieran alentado a acudir a la carretera Texcoco-Lechería donde se suscitaron esos terribles y criminales hechos, que por cierto aún continúan en la impunidad.
Años después me hizo el gran honor de presentar, en las instalaciones de nuestra querida Séptien, un proyecto editorial cultural que hice para Chiapas que se llamaba Tyañick. Fui a recogerla a su domicilio, donde tuvimos un pequeño tiempo antes de la presentación donde la maestra con su generosidad sempiterna me platico decenas de anécdotas de las celebridades ilustres que había conocido a lo largo de su vida.
Extasiado con los pasajes de su vida, junto con las personas que me acompañaban, no parábamos de preguntarle si había conocido a esta o aquel personaje, cuando le preguntamos de José Revueltas nos contestó que lo había visto un par de ocasiones y que la impresión que le había dado era de que un buen hombre, porque se veía que era un comunista por amor.
Tantas cosas que podría platicar de mí querida maestra. Como la ocasión en que de manera afectiva me regalo sus obras, o cuando discutimos acerca de quien era el mejor autor de la generación del boom latinoamericano, o acerca de la palabra masa como una bola sin personalidad y que se contrastaba con la canción de Silvio Rodríguez o la definición de Ortega y Gasset, que es la que había iniciado el debate.
Me quedó con su sonrisa (sé que ya le apuntado demasiado a lo largo del texto, pero ustedes también lo harían si la hubieran conocido), su bondad, su generosidad, su voz, su paciencia, su entrega a la educación a los jóvenes de este país -todavía hasta antes de la pandemia seguía dando su curso para los alumnos de la Séptien- la historia que vivía con ella y que tan dadivosamente compartía.
La maestra deja un legado, y aunque suene cursi, es de amor, mucho. Yo siempre la llevare en mi ser.
Esa última ocasión en que la vi, estábamos en la presentación de dicha revista, cuando me toco el turno para participar, antecediendo a la benemérita maestra, cuanto termine. La maestra acerco su cabeza a mi oído, y dulcemente me dijo ¨Ya recordé quien eres¨. A mí parecer esa es la imagen que la retrata. Lolita (como cariñosamente la nombrábamos sus alumnos) podía haber olvidado mi rostro, o mi nombre en las centenas de alumnos que educo, pero cuando escucho mí discurso, fue por fin que pudo identificarme, porque esa era la maestra Dolores Castro, una mujer de palabras.
Alguien que encontraba la poesía en todos lados, alguien para quien la belleza era indispensable, para quien la alegría y la esperanza eran causas defendibles día tras día. Para quien la pasión de la vida se percibía en todo momento, en cualquier situación, en cualquier página, en sus estudiantes que pronosticaban un buen tiempo si podía inculcarles la poesía.
Así vivirá por siempre Dolores Castro en uno de los lugares de los que más hablaba y de los que mas escribía. Ese lugar que tantas veces visito y que tanto nos compartió, y que las personas que la conocimos directamente, o que la han leído y la seguirán leyendo, saben que era su lugar favorito. La memoria.
Hasta siempre Maestra de Luz. Dolores Castro