Carlos Perola Chandomí
Huelo.
Camino la calle desde hace años. Antes de que pintaran bardas, antes de que cambiaran nombres, antes de que redibujaran escudos. He visto pasar gobiernos como camiones: levantan polvo, hacen ruido y siguen de largo.
Desde la banqueta se ve distinto. El papel brilla, pero la realidad no. Uno aprende a distinguir cuando algo es señal y cuando es solo pintura fresca. Los símbolos verdaderos no se anuncian: se reconocen. Tienen olor a historia, no a imprenta.
Este nuevo escudo no huele a territorio. Huele a taller cerrado, a computadora encendida, a prisa institucional. Está lleno, sí. Tan lleno como los discursos. Pero no dice nada claro. No señala un rumbo. No marca pertenencia. Desde la calle, donde todo se mide rápido, no identifica nada.
Yo no necesito lupa. Un escudo sirve o no sirve. Se entiende o no se entiende. Y este, visto desde abajo, desde lejos, desde la intemperie, no se reconoce. No guía. No reúne. No protege.
Los perros sabemos algo simple: cuando todo está amontonado es porque nadie quiso decidir qué era lo importante. Y cuando nadie decide, el símbolo no manda. Solo decora.
Por eso lo miro, me rasco la oreja y sigo caminando. Porque los escudos que valen se quedan en la memoria. Este se pierde en la pared.
El escudo no libera: administra, No es un debate de diseño. No es un problema de impresión ni de proporciones.
Es un problema de verdad.
El nuevo escudo de Chiapas no transforma nada: ordena símbolos para encubrir ausencias. Está cargado de maíz, ceibas, glifos, estrellas, ríos y bastones de mando, pero vacío de lo único que daría sentido a esa iconografía: el ejercicio real del poder por parte del pueblo.
La saturación no es estética, es política. Cuando la realidad no cambia, se acumulan signos. Cuando no hay justicia, se dibuja identidad. Cuando no hay consulta efectiva, se invoca al pueblo como decoración.
Se nos dice que ahora Chiapas “se reconoce indígena”. Pero el reconocimiento en el papel no equivale a derechos en la vida cotidiana. El bastón de mando aparece dibujado, mientras se desoye a las autoridades comunitarias. El maíz se vuelve emblema, mientras el campo se precariza. El río corre limpio en el escudo, mientras se concesiona en la realidad. La ceiba conecta mundos en la imagen, mientras se rompe el vínculo entre territorio y decisión.
Esto no es descolonización.
Es apropiación simbólica.
Se quitó la corona del dibujo, pero no la lógica colonial del poder. El escudo cambia, el mando no. La narrativa se vuelve “humanista”, pero la práctica sigue siendo vertical. El símbolo avanza más rápido que la justicia, y por eso sirve: sirve para cerrar debates, no para abrirlos.
Un escudo no se decreta ni se maquilla. Un escudo se gana. En la historia, los pueblos no recibieron símbolos por concurso ni por campaña gráfica, sino por hechos que modificaron su destino. Aquí no hay gesta, hay presentación. No hay conquista de derechos, hay gestión de imagen.
Nos dicen que el escudo incomoda. No es cierto.
Incomoda a quien aún cree que el símbolo basta.
Al poder le es útil: le permite decir “ya cumplimos”, “ya representamos”, “ya incluimos”. Y con eso se cancela la discusión de fondo.
El escudo funciona como coartada: embellece lo que no se toca. Es un espejo que devuelve una imagen amable de un Estado que no se atreve a mirarse sin filtros.
Chiapas no necesita verse indígena en un escudo.
Necesita serlo en las decisiones.
No necesita más símbolos: necesita que los símbolos no mientan.
Un emblema que no nace de actos, sino de discurso, no representa al pueblo: lo administra.
Y administrar la identidad sin transformar la realidad no es memoria ni soberanía.
Es decoración oficial.
Remate técnico
Desde una evaluación estrictamente técnica, la propuesta no cumple con los principios básicos de diseño heráldico ni de identidad institucional.
Un escudo debe identificar, distinguir y simbolizar. Esta propuesta falla en los tres niveles. No identifica con claridad porque carece de un elemento rector dominante; no distingue porque su saturación visual impide una lectura inmediata; y no simboliza de forma efectiva porque sustituye la síntesis por acumulación.
El diseño presenta sobrecarga iconográfica: demasiados elementos compiten por atención sin jerarquía visual clara. No existe un centro simbólico, ni una relación ordenada entre figura principal, figuras secundarias y fondo. El resultado es ruido gráfico, no significado.
Desde la lógica heráldica, el error es estructural: un escudo no es un mural ni un collage. La función del símbolo no es enumerar identidades, sino condensarlas. Cuando todo pretende significar algo, nada termina significando algo.
La composición carece de simplicidad funcional. No es reproducible con claridad en distintos formatos, escalas o soportes sin perder legibilidad. Un escudo que necesita explicación permanente para entenderse no cumple su función comunicativa.
Técnicamente, el diseño no construye identidad visual: la diluye.
No ordena símbolos: los amontona.
No comunica pertenencia: genera confusión.
En términos estrictos, no es un escudo eficaz, sino una ilustración saturada sin capacidad real de identificación institucional.
Y en heráldica, cuando un símbolo no identifica ni distingue, fracasa.
Y hay algo que ningún dictamen técnico puede ignorar: la reacción espontánea.
En la calle no hay debate heráldico ni discusión académica. Hay algo más simple y más brutal: la risa. No la risa inteligente, sino la risa incómoda. Esa que aparece cuando algo pretende ser solemne y termina siendo ridículo.
La gente no dice “no lo entiendo”.
Dice: “parece broma”.
Y no lo dice con duda, lo dice con certeza.
Cuando un símbolo del Estado provoca burla inmediata y generalizada, el problema ya no es de interpretación: es de desfase total entre diseño e identidad social. Un escudo no necesita gustar, pero no puede convertirse en chiste. Porque el ridículo no se corrige con argumentos técnicos ni con discursos identitarios.
La calle es implacable: lo que no se reconoce, se ignora; lo que no alcanza, se diluye; y lo que se percibe como simulación, se ridiculiza.
Por eso el veredicto final no viene de un taller ni de un foro. Viene de abajo, rápido y sin anestesia:
no lo ven como símbolo,
no lo sienten como identidad,
lo leen como una broma… y además de mal gusto.
Y cuando el escudo de un Estado se vuelve objeto de burla espontánea, ya no representa a nadie. Solo confirma que quiso decir demasiado y terminó diciendo nada.