Jorge Mandujano
Los viajes son grato reposo para ordenar
Olores, objetos, seres y visiones
El deleitable gozo de la espera
Inicia el tiempo ritual de la muerte
Para suspender, por un instante, el hastío.
R.C.V.
Amanecía la década de los 80 cuando conocí a Ricardo Cuéllar, en San Cristóbal de Las Casas. Yo había subido con un evento que ofertaba como contenidos Poemas de Mario Benedetti y Canciones de la Nueva Trova Cubana, en vivo, y que habría de presentarse en la otrora Sala de Bellas Artes de la Casa de la Cultura, hoy Centro Cultural Del Carmen.
Al término del referido evento, Ricardo se me acercó y nos saludamos como si nos conociéramos de toda la vida. Enseguida nos presentamos ―tal cual debió haber sido el protocolo formal de entrada– y, sin pensarlo dos veces y ya convidados, nos encaminamos a la casa de un amigo común, Luis Urbina, donde charlamos, comimos y bebimos profesionalmente hasta el amanecer.
Había llegado a San Cristóbal en medio de una suerte de acertijo: en sus trazos por las baldosas de la gran Ciudad de México vio una convocatoria fijada en la pared de un museo que daba cuenta del inminente Examen de Oposición para dar clases en la Universidad Autónoma de Chiapas. Sin siquiera imaginar el destino que le deparaba, buscó un teléfono público y marcó directamente con el responsable de recibir las posibles solicitudes.
Así, le concedieron horas en las materias de Sociología general, y Culturas Indígenas Prehispánicas, entre otras. Pero así también él me comentó que estas no se traducían a cabalidad en la consumación plena de su sueño dorado. Me confió ―en corto– que hubiese querido dar clases en la Facultad de Humanidades; sin ir más lejos, en la carrera de Letras Latinoamericanas.
Sin darle más vueltas, le pedí copia de su currículum, busqué a Florentino Pérez, entonces coordinador de Humanidades de la Unach, le hablé de Ricardo y puse sobre su escritorio el CV del poeta.
Al poco tiempo, Ricardo Cuéllar Valencia estaba dando clases en su nueva morada académica. Pero la otra, la morada, el techo, el aposento para vivir, contar y revivir la historia no la tenía. Fue mi hermana Georgina quien le ofreció una casa de interés social en la colonia 24 de Junio: ―Me pagas, cuando te paguen, le alcanzó a decir. Mientras y desde entonces, al interior de esa brevedad física la poesía y la cumbiamba comenzaron a tomar por asalto la trasnoche.
Así también, pocas tardes después de su llegada ya estábamos encaramados en una mesa de lectura en el Foro Cultural Universitario: el maestro Armando Duvalier, Ricardo Cuéllar y yo.
***
Andado el tiempo, Ricardo comenzó a migrar a otras casas y a otros óleos de mujeres inconmensurablemente bellas, cuyas figuras ―parafraseando a José Joaquín Blanco– daba pánico soñar. Por ello sostenía, con imperturbable vocación y sin temor a equivocarse, un irrebatible por cuasi perfecto verso de Álvaro Mutis, que terminamos por decir en voz alta y de memoria, y como ahora lo escribo sin temor a equivocarme: Las mujeres no mienten jamás/ de los más secretos repliegues de su cuerpo mana siempre la verdad.
Pero las incandescentes joyas de los tesoros poéticos acumulados no sólo eran presumidos por el colombiano en las deshoras, había también ―como en el futbol– la reglamentaria visita recíproca: de allí fue que no sólo gritó a los cuatro vientos en las eternas madrugadas, y sin temor a despertar a los vecinos, los versos de Sabines, Castellanos, Bañuelos, Oliva. Garduño y Vásquez Aguilar, entre muchos otros, sino que, al final de los memorables encuentros vividos y padecidos, terminó por emprender un riguroso y por demás documentado estudio respecto de la obra de algunos de los mencionados. Así, comenzó a devolverle a esta tierra, su otra Patria, parte de la abierta y sincera condición hospitalaria.
***
En un encuentro de escritores celebrado aquí, en Chiapas, conocí a Álvaro Mutis. Me presenté, referí de memoria su verso sobre Las mujeres no mienten jamás (…), hecho que me agradeció y celebró, para luego decirle que aquí vivía un tal Ricardo Cuéllar, colombiano él…―Lo conozco, atajó de manera efusiva.
En esas estábamos, cuando se apareció el aludido, el poeta Ricardo Cuéllar Valencia, quien me tomó del brazo, al tiempo que exclamó ante Mutis: ―Le presento a mi gran amigo, el poeta Jorge Mandujano. ―Lo conozco, respondió Mutis, esbozando una sarcástica sonrisa y, más tarde, brindamos y reímos los tres como si en realidad nos conociéramos.
…
Muchas y maravillosas son las historias que, como mero retrato hablado, dan cuenta de una prodigiosa y compartida razón de vivir. Más allá de su acaso religiosa pasión por los poetas malditos, nació al fondo de su corazón una inocultable, abierta y sincera proclividad por los grandes poetas de México y por los poetas jóvenes de Chiapas.
Finalmente, no quisiera cerrar esta apretada crónica de los inolvidables días sin referir un hecho que, aunque debió haber quedado en el callejón privado de los milagrosos recuerdos, fue y es un por demás amoroso relato:
El poeta se casó con el mejor óleo de su vida: Patricia Mota Bravo. No pude estar en su boda, en tanto la tan querida y admirada Tania Libertad estaba hospedada en mi casa, porque daba un concierto esa misma noche en el Teatro de la Ciudad.
Al día siguiente, Ricardo me llamó muy temprano, un tanto cuanto desangelado por no haber asistido a su boda. Ante ello, pregunté:
―¿Habrá tornaboda?
A lo que repuso:
―Yo no sé de esas vainas, pero de que va a seguir la fiesta, va a seguir.
De inmediato, le comenté a Tania, quien me dijo: ―Vamos, por supuesto; y de allí nos vamos al teatro todos. (Ante el lleno total de la noche anterior, se había programado una segunda fecha, un segundo concierto para el día siguiente).
Fuimos. Jamás se imaginó el poeta y su adorada pintora que habría de llegarles un inesperado regalo: Tania Libertad, quien brindó, cantó a capela y comió con ellos, con todos los comensales, hasta que nos fuimos al anochecer a su segundo concierto… a seguir festejando, pues.
***
Ricardo fue y vino sobre el lomo y al interior del lado azul del corazón de dos Patrias.
Aquí vivió, caminó y amó la segunda mitad de su vida.
Allá, en su Patria natal, su Patria grande, donde abrió los ojos, comenzó a gatear y a cabalgar rumbo al universo de las letras; allá, en mitad de los sueños postrimeros, en que su alma se desprendía y avanzaba sobre los jardines de ese viejo sitio que ―aunque lejos– nunca dejó de soñar, terminó por escoger, ¡faltaba más!, para decirnos adiós y obligarnos a brindar a la distancia juntos por tan amorosa orfandad.
¡Hasta siempre, querido y admirado poeta!
¡¡¡Hasta siempre, hermano querido!!!