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La aventura de Santa Claus

La aventura de Santa Claus
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Jorge Luis Silias

Unas monedas extras por entregar paquetes a domicilio no vendría mal. Clothing Store, la tienda de ropa, que en esta temporada navideña aperturaba el servicio de regalos requería personal.
Rápidamente fui a rentar un traje porque circulaba el rumor que en pocas horas podrían agotarse los pequeños stocks. En efecto, cuando llegué al bazar no quedaba uno solo. Habían sido rentados en su totalidad pero la dueña del negocio me sugirió una idea maravillosa: que yo mismo podría diseñarme uno. Me regaló una bolsa de retazos de terciopelo rojo y otros colores que encontró al fondo de la bodega. Revisé el material y tras comprobar el buen estado de las tiras, la dueña, comprensiva quizás, me las dio sin ningun costo. Era veintitres de diciembre por la noche.
Al amanecer desempolvé reglas, clasifiqué tizas de colores, tijeras para cortar y agujas para zurcir los dobleces. Era preciso terminar antes de las dos. A las tres sortearían las rutas entre los santas que llegaran con su motocicleta respectiva. Eran mas de doscientos regalos a distintos domicilios por toda la ciudad.
Cuando aparecí todos rieron de mi traje. El director de ventas también, hasta que, reparando en su falta puso cara seria y dijo: “Bueno muchachos, firmen aquí la responsiva y pasen a recoger sus paquetes. Todos los regalos están pagados y les deseo suerte para las propinas”. Chingue su madre pensé.
Entregué quince paquetes hacia las nueve de la noche solo que en la última entrega estaba cifrada mi mala noche. En el número treinta y tres de la calle Juárez toqué el timbre. Me anuncié con el jo jo jo acostumbrado y unos niños regordetes salieron a recibirme. No se veían adultos. Los niños eran tremendos.
Me hicieron pasar a la sala donde un perro Chihuahua se esmeró en jalarme el pantalón bombacho hasta que me lo rompió sin que yo pudiera evitarlo pues los chamacos treparon en un sillón y sin percatarme a tiempo derramaron sidra sobre mi.
Reían a mares cuando el padre apareció en el umbral de la sala. Se veía enfadado.
Empezó por regañarme por mi olor agrio y se negó a pagarme un centavo argumentando mi descuido, pues entre mis hilachas escurría el líquido que alcanzó también a los sillones. Marcó a la tienda y se quejó. Era el fin. Los escuincles habían desaparecido. Até los pocos hilos colgantes de mis pantalones y reparé que las escasas propinas de la noche habían desaparecido quizás en los momentos en que el perro tiraba de mi. Entonces tomé la calle con dirección a casa. Solo unas pocas monedas hallé en la bolsa del saco que sin duda alcanzarían para una pizza, pero no mañana. Ahora era tarde; al llegar bebí agua abundante y me acosté pensando que mañana sería otro día. Esa noche soñé que recibia un regalo y que en medio de un bosque había una suculenta cena de pavos. En efecto, en la madrugada tuve un regalo visual, hermoso, el aliciente de la estrella del sur que me obsequió su luz azul y brillante.

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