Juan Carlos Cal y Mayor
Umberto Eco soltó una frase que no era “hate” ni pose intelectual: era un diagnóstico. Dijo que “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino… y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles”.
Ahí está el corazón del asunto: no la libertad de expresión, sino la abolición de la jerarquía del conocimiento.
CUANDO LA IGNORANCIA SE VUELVE VIRTUD
El problema no es que el ignorante tenga voz. El problema es que su ignorancia sea celebrada como autenticidad, como “sabiduría popular”, como verdad alternativa. Antes, el tonto del pueblo decía disparates en la cantina. Hoy dicta moral en redes sociales, corrige a especialistas, cancela trayectorias y exige obediencia. No aprendió más. Simplemente tiene micrófono.
Eco entendió algo esencial: la estupidez siempre existió, pero nunca había tenido una infraestructura tan poderosa para reproducirse y multiplicarse.
DEL PENSAMIENTO CRÍTICO A LA REACCIÓN EMOCIONAL
Pensar exige esfuerzo. Leer, comparar, dudar, argumentar. La era de los imbéciles exige lo contrario: reaccionar. No razonar, sino indignarse. No comprobar, sino compartir. No comprender, sino repetir.
El algoritmo no premia al más lúcido, sino al más estridente. No al que entiende, sino al que grita. Así, la verdad pierde atractivo frente a la consigna, y la complejidad se vuelve sospechosa. Cuando el conocimiento se reduce a slogan, la cultura degenera en propaganda.
EL IMBÉCIL COMO SUJETO POLÍTICO
Aquí está el punto más inquietante. El imbécil no solo opina: vota, milita, impone lenguaje y marca agendas. La política contemporánea se ha adaptado a él. Le habla simple, le miente sin pudor y le promete redención emocional.
No se le pide comprender, sino creer. No se le exige coherencia, sino lealtad. Por eso el populismo —en todas sus variantes— se alimenta de esta era: no necesita ciudadanos, necesita fieles. Cuando la estupidez se organiza, la democracia se vuelve frágil.
LA UNIVERSIDAD COMO CÓMPLICE
El deterioro se agrava cuando la academia, llamada a ser dique, se vuelve cómplice. Universidades que ya no forman criterio, sino activistas. Facultades donde opinar correctamente vale más que estudiar profundamente. Aulas donde disentir se castiga y repetir se premia.
Una civilización empieza a caer cuando deja de transmitir exigencia intelectual y sustituye el mérito por la consigna.
LA DEMOLICIÓN DE TODA AUTORIDAD
Otra consecuencia inevitable: la destrucción de la autoridad moral e intelectual. El experto es arrogante. El historiador es sospechoso. El científico es vendido. El filósofo está desconectado del pueblo.
¿Quién queda? El influencer, el opinador permanente, el activista improvisado. La ignorancia ya no se esconde: se exhibe con orgullo. Y cuando nadie sabe más que nadie, manda el más ruidoso.
RESISTIR NO ES CENSURAR
La salida no es callar voces, sino dejar de obedecer a la necedad. Recuperar el prestigio del estudio, del argumento, del silencio reflexivo. Volver a enseñar que no todas las opiniones valen lo mismo, porque no todas se construyen con el mismo esfuerzo. Defender eso hoy es casi un acto subversivo.
EPÍLOGO
La era de los imbéciles no se impuso sola. La dejamos entrar por comodidad, por pereza intelectual, por miedo a parecer elitistas. Pero una sociedad que renuncia a distinguir entre saber y necedad no se vuelve más justa: se vuelve más manipulable.
Y cuando el imbécil deja de ser excepción para convertirse en criterio, la civilización empieza a retroceder… convencida de que avanza.