Guillermo Ochoa-Montalvo
Querida Ana Karen,
A CORINA G. WOOD la conocí en 2013 de forma casual como suele suceder casi siempre con quienes terminan instalándose para siempre en nuestras vidas; la conocí posteando mensajes picarescos en el antiguo Twitter donde me limitaba a leerla sin replicar ni comentar sus publicaciones hasta que un día empezamos a cruzar breves mensajes de 140 caracteres. Ella tejía fino entre el doble sentido y el sarcasmo que es parte de su naturaleza propio de los Espíritus viejos que llegan a una nueva Era cargadas de sistemas de pensamientos y creencias ancestrales. Ella no cree en esta posibilidad, aún así, será nuestra discusión eterna.
En ese trayecto, con la velocidad de la Internet, decidí no escribirle cartas a ella sino seguir el hilo de nuestras conversaciones tipo express como en un juego de ping pong. Ella es hábil para sintetizar como para escribir tipo novelas. En poco tiempo rebasamos más de 100 mil mensajes sin conocernos cara a cara; ni siquiera nos imaginábamos porque sólo nos limitamos a escribir sin publicar fotografías. El sentido del humor de mí desconocida era inteligente, creativo; con una chispa de elegancia, picardía y albur disfrazado entre ocurrencias graciosas. En algún momento rebasamos el límite de lo cotidiano; quise ingresar a las redes para conocer su cara, pero sus cuentas permanecían restringidas a unos cuantos; y mis 7 cuentas de FB, en esa época permanecían bloqueadas por lo atrevido de mis textos que seguramente alteraban a las buenas conciencias. Entonces, saltamos a la atmósfera del WhatsApp. Ahí, nuestras conversaciones se extendieron rebasando los 144 caracteres de Twitter; adiviné el sonido de su voz, descubrí otra faceta más de ella al describir la cotidianidad y sus ideas con impecable lenguaje sin dejar el sarcasmo de lado.
Durante un año y medio permanecimos sin encontrarnos. Viajé a Zapopan a dictar una conferencia y regresé de inmediato a Chiapas sin poderla visitar. A pesar de la lejanía la sentía cercana porque las palabras tienen ese poder; el poder de abrirnos, de expresar sin reservas ni temores, de compartir el día a día. Éramos uno mismo habitando en dos casas lejanas. El tiempo mantuvo su ritmo; las estaciones iniciaron en primavera; festejamos a la distancia la llegada del 2014 con la esperanza de encontrarnos algún día; eran tiempos de exceso de trabajo y por una u otra cosa, postergábamos el viaje.
Pero no hay fecha que no se cumpla ni plazo que no se venza. Fue en el Otoño de noviembre cuando le notifiqué mi viaje a Guadalajara para asistir a unas conferencias; le pedí encontrarnos, desayunar juntos el 21 de noviembre, fecha emblemática para nosotros. Aquél encuentro aún lo conservo en mi memoria. Su aspecto juvenil, su sonrisa luminosa envuelta en una mirada de fuego; su voz melódica y la calidez de su mano. Pasamos la mañana entre chilaquiles y el sonido de los cubiertos sobre la loza; platicamos sin despegar la mirada, atentos a cada frase sonriendo de sus ocurrencias y su fino sarcasmo a cada paso. Nos despedimos con la promesa de vernos pronto.
En la segunda semana de diciembre nos volvimos a ver. Viajé a Zapopan ansiosa de verla. Me esperaba en el aeropuerto vestida de primavera en víspera de invierno. Paseamos por los jardines y parques como dos enamorados protagonizando su propia película; escribiendo episodios de una novela interminable. Conoció a mi hijo Gastón quien vivía en Guadalajara por esa época. Gastón le obsequió un ámbar y juntos, leímos tomados de la mano.
Al siguiente mes regresaba a Zapopan. Conocimos los círculos de artistas y escritores conviviendo con ellos en sus propias cuevas y fuera de ellas. Desayunamos en “La Estación de Lulio” rodeados de pintores, escritores e intelectuales. Una cafetería que solía frecuentar cuando viví una temporada larga en Zapopan en el 2005. Los días corrían rápidamente y a cada bienvenida, le seguía la triste despedida. Desde la sala de espera me decía adiós a través del ventanal con la certeza de encontrarnos al siguiente mes.
Nuestros viajes se multiplicaron en ambos sentidos: Zapopan-Chiapas-Zapopan durante los siguientes años. Conocí a su familia; a sus hijos y hermanas; una familia “muegano”, muy unida; asistí al sepelio de su madre a quien había conocido días antes en un festejo familiar; una mujer tan simpática como Corina. Aquellos fueron meses que llenaron nuestras vidas de vivencias; palabras, mensajes y miles de fotografías como testimonio de un amor sin calificativos durante los siguientes años.
Viajamos a las costas de Chiapas, a la Sierra Mariscal; recogimos testimonios de la gente de San Cristóbal de las Casas, Chamula y Zinacantán. Con amigos de Comitán pasamos noches en Tziscao contemplando los Lagos de Montebello con la vista hacia la frontera con Guatemala. En cada encuentro escribimos una historia distinta cubierta de miel. Pero la miel se convirtió en hiel con el COVID, y esa circunstancia nos cambió el ritmo. En algún momento, la vi llegar a Comitán con su hijo quien se mantenía atento a sus clases virtuales en la preparatoria de Zapopan. Los roles cambiaron; de pronto, se convertía en ama de casa, madre, colaboradora en mis trabajos; consejera política y correctora de estilo de mis escritos.
Regresó a Zapopan. Aquél adiós era distinto a los demás. Su casa se incendió y con ello, enfrentábamos la primera adversidad. Más tarde, atravesamos otra vicisitud, cuando el COVID me atacó sintiendo la sombra de muerte; entonces, sentí su mano cálida sustituyendo a mi amiga Astrid en los fatigosos cuidados sin despegarse de mi lado junto a mis hijos Gastón, Yuanih, su esposa Christy y Yelina quien desde Zapopan, transmitía las indicaciones de un médico especialista. El amor se demuestra en las buenas y en la malas.
En su última visita a Comitán nos preguntamos qué éramos. “Somos dos viajeros del tiempo unidos por la palabra y el amor, que jamás vivirán juntos, pero siempre nos mantendremos unidos”, le respondí. Ella volvió a su trabajo, a su vida con sus hijos y yo, con la mía. “Un mismo amor en dos casas distantes”, me dije. Corina es una lectora insaciable, especialmente de la historia de las monarquías inglesas y europeas.
Nuestras charlas virtuales continuarán como un lazo invisible que une nuestras vidas. En una de esas conversaciones, le prometí escribir la novela de nuestra historia; la titularé “Novela de Nada” y quizá, se publique cuando muera. Así, un día me compartió un escrito inteligente, profundo y lleno de sarcasmo. “Esto es digno de publicarse”, le dije. “¿Cómo crees, son locuras”, me respondió. Aún así, se lo mandé a mi amigo Enrique Alfaro para publicarlo en su Diario Al Faro. A ese artículo, le siguieron muchos otros marcando un estilo único al abordar temas sociales, económicos, políticos y culturales desde el sarcasmo y la ironía que deseo seguir leyendo por mucho tiempo a pesar de encontrarnos frente a otra adversidad, que enfrentaremos juntos sin soltarle la mano de la misma forma en que ella me tendió la suya al borde de la muerte.
El tiempo hace de las suyas, los años se me vienen encima mientras ella mantiene la vitalidad ejercitándose todos los días en el gimnasio y deseo que siga escribiendo. Como sea, mi historia con Corina, entre todas, es la mayor cuestión de amor.