Corina Gutiérrez Wood
Hay quien dice que “sobrepensar” es una mala costumbre, como comerse las uñas o contestar discusiones imaginarias mientras te bañas. Pero seamos honestos, sobrepensar es un arte. Una especie de meditación invertida que no te calma, pero te deja con una claridad sospechosamente profunda. No cualquiera lo ejecuta; hace falta práctica, resistencia mental y ese extraño talento para imaginar cinco finales distintos para un problema que ni siquiera existe todavía.
Porque claro, siempre está la gente zen de bolsillo repitiendo el mantra favorito de los tiempos modernos:
“No lo pienses tanto.” “No lo pienses tanto.”
Ajá. Claro. Como si pensar tuviera un botón de apagado. Como si la mente funcionara con control remoto y nosotros estuviéramos eligiendo, muy conscientes, complicarnos la existencia por deporte extremo. O sea, sí tendré mis rarezas, pero no soy masoquista y aquí entra mi pregunta favorita, la más incómoda, la más sarcástica y la más cierta:
¿Y si el problema no es que algunos pensamos demasiado, sino que muchos piensan poquitito?
Porque hay gente que vive feliz en una especie de versión ligera de la realidad, con ideas de bolsillo y reflexiones tamaño infantil. Y oye, qué envidia su paz mental, pero también qué miedo su simpleza. Pensar poquito no te vuelve sabio, te vuelve rápido; y en pleno 2025, lo rápido se confunde con lo correcto.
Y en esas estoy cuando aparece Platón en mi cabeza, con su túnica y su paciencia infinita para lo que él llamaba diálogo y nosotros hoy llamaríamos sobrepensar con café.
Imagino la escena, yo explicándole que en este siglo la palabra “sobrepensar” se usa como sinónimo de fallo emocional. Que la sociedad dice que lo sano es pensar “lo justo y necesario”. Que hay especialistas del bienestar recomendando apagar la mente para vivir mejor.
Platón escucharía eso y se revolcaría de risa en cualquier plano en el que habite.
A ver, este hombre construyó su filosofía entera a partir de hacer justo lo que hoy criticamos, darle vuelta a las cosas. Preguntar, cuestionar, sospechar de lo obvio, examinar la sombra, la idea detrás de la sombra, y luego la idea detrás de esa idea. Y después empezar de cero. Si eso no es sobrepensar, ya no sé qué es.
Hoy lo llamarían intenso. En su época lo llamaban “fundamento de la civilización occidental”. Pequeños detalles.
Si alguien le hubiera dicho “no le des tantas vueltas”, Platón lo habría llevado amablemente a la caverna y le habría dado una clase práctica. Porque para él no pensar era el verdadero problema, aceptar las sombras como verdades, vivir sin cuestionar, tomar la vida como viene sin una pizca de análisis. Eso sí era peligroso.
Para Platón, pensar no era una opción, era una responsabilidad moral. Pensar poco era como dejar la puerta abierta de la mente para que entrara cualquier tontería.
Pensar de más, en cambio, era un acto de higiene intelectual.
Y aquí, la verdad, me siento muy respaldada por él. Porque sobrepensar muchas veces se siente como navegar en un mar lleno de corrientes que nadie más ve. A ratos es cansado, a ratos muy confuso, pero siempre interesante. Sobrepensar es leer entre líneas, incluso cuando las líneas son imaginarias. Es conectar puntos que quizá no están relacionados, pero ¿y si sí?
El sobrepensador, el de verdad, no el que solo le da vueltas a su ex, tiene un radar interno afinadísimo para detectar señales. Y a veces ese radar mete ruido, sí, pero por lo menos funciona. Hay gente que ni radar tiene. Y claro, esa gente es la que siempre dice “Ay, ya… déjalo ir.”
Imagínate explicarle eso a Platón. Seguramente se quedaría en silencio un segundo, ese silencio filosófico que va antes del golpe, y luego diría:
“¿Y por qué alguien querría dejar ir un pensamiento antes de entenderlo?”
Para él, sobrepensar era la única manera de acercarse a la verdad. Un camino torpe, lleno de tropezones y conclusiones temporales, pero un camino al fin. Los que no preguntaban nada eran los peligrosos, los aburridos, los que creían saber sin saber nada.
Si lo piensas, y sí, aquí está el chiste, que lo pienses, el sobrepensador moderno es una versión posmoderna del filósofo clásico cuestiona, duda, arma teorías, las desarma, las vuelve a armar en la madrugada mientras baja por agua porque hasta la boca se le secó de tanto discutir con él mismo.
A veces, claro, se le va la mano y termina imaginando desgracias donde solo había un mensaje no contestado. Pero en el fondo hay una búsqueda, entender más, ver más, ir más allá. Escapar de la caverna, aunque sea por un instante.
Porque el que piensa poquito vive feliz pero también vive en automático y la vida en automático es cómoda, sí, pero profundamente superficial. Platón no la habría soportado ni una semana.
Para él, no existía el “pensar demasiado”. Había pensar, y no pensar y entre esas dos categorías, ya sabemos dónde nos acomodaba.
Así que, la próxima vez que alguien me diga “¡estás sobrepensando!”, no voy a defenderme. Solo voy a sonreír con un poquito de ironía y responder:
“Lo sé. Platón estaría orgulloso.”
Y voy a seguir sobrepensando. Porque en un mundo lleno de sombras rápidas y opiniones instantáneas, alguien tiene que hacer el trabajo incómodo de encender la luz, aunque la luz sea una lámpara mental medio dramática que prende sola a las tres de la mañana.
Pensar de más no destruye; destruye fingir que no se ve más allá de lo obvio. Así que yo prefiero la tormenta de mis ideas a la calma falsa de quien nunca se cuestiona nada.