Carlos Perola Chandomí
Yo soy el perro negro, el que camina por las orillas, el que ve lo que nadie quiere ver y escucha lo que los discursos oficiales tapan con aplausos rentados. No vivo en palacios ni me invitan a ceremonias: vivo en la calle, donde las decisiones del poder se sienten antes que se leen en el Diario Oficial.
Y desde aquí afuera —donde el pueblo pisa tierra y no alfombra— puedo decirlo sin miedo: el peligro del que tanto hablan no viene caminando desde el horizonte… el peligro salió de adentro, nació en los pasillos del Estado y se pasea como si tuviera derecho de propiedad sobre el país.
Y antes de que vuelvan a decir que exageramos, ahí les va la verdad sin maquillaje, sin incienso y sin reverencias.
Hay discursos que alertan sobre un supuesto “peligro autoritario” que podría llegar si el pueblo no vota correctamente, como si el país estuviera a un paso de caer bajo un régimen duro y sin contrapesos. Pero hay un detalle que suele omitirse: todo aquello que se presenta como amenaza del futuro es exactamente lo que ya se instauró en el presente.
Se advierte del riesgo de un poder concentrado, de decisiones cerradas, de derechos debilitados y de contrapesos reducidos… pero eso no es una advertencia: es una descripción puntual del modelo jurídico que se construyó en los últimos años.
Los nostálgicos del autoritarismo no vienen de afuera. No están tocando la puerta. Están dentro del Estado, escribiendo reformas, aprobando decretos y blindando decisiones. Y mientras se invoca el fantasma de los viejos patriarcas, lo cierto es que el andamiaje para un poder sin frenos ya fue diseñado desde adentro, pieza por pieza, con precisión legislativa.
La democracia no es dádiva ni despensa. No es alimento ni dinero repartido como limosna electoral. La democracia es poder: el poder de decidir, el poder de intervenir y, sobre todo, el poder de detener los actos abusivos y arbitrarios de cualquier gobernante —sea de izquierda, de derecha o de esos ambidiestros que hoy pululan sin vergüenza por los pasillos del poder.
La democracia no consiste en entregar la vida de la Nación a unos cuantos iluminados, ni en reducir la voz del pueblo a insultos, etiquetas o descalificaciones contra la persona. La democracia real es participación viva del soberano, del pueblo de México, actuando y defendiendo lo que le pertenece.
Y ese poder —el único que sostiene a la República— se lo han quitado.
Por eso resulta sorprendente escuchar advertencias sobre un supuesto “peligro autoritario” que podría llegar si no se vota correctamente, como si el país estuviera a un paso de caer en manos de un régimen duro. Lo que algunos presentan como amenaza del futuro es, en realidad, la descripción exacta del presente.
Se habla de riesgos: concentración de poder, silenciamiento ciudadano, recorte de derechos y debilitamiento de contrapesos. Pero eso no es una advertencia; es un inventario. Ese andamiaje ya se construyó, ya opera y ya está normado.
Los nostálgicos del autoritarismo no vienen del pasado; están dentro del Estado, redactando reformas, aprobando decretos y cerrando las puertas que antes permitían frenar abusos.
Ahí están los hechos, claros como el Diario Oficial:
- La reforma de junio de 2024 a la Ley de Amparo, que desmanteló la suspensión con efectos generales y fragmentó la protección constitucional, debilitando el interés legítimo e imposibilitando la defensa colectiva.
- La reforma constitucional de septiembre de 2024 a los artículos 105 y 107, que cerró cualquier vía de control judicial frente a reformas constitucionales, incluso cuando violen principios esenciales.
Un poder sin frenos. Un pacto constitucional expuesto al capricho de la mayoría del día. - La reforma a la Ley de Aguas Nacionales, donde se ensayó el cierre de la legitimación activa, impidiendo que comunidades afectadas defendieran su territorio y sus recursos.
- La nueva Ley de Amparo de 2025, que terminó de clausurar la ruta ciudadana: suspensión debilitada, interés legítimo colectivo prácticamente muerto y blindaje total frente a políticas de “interés nacional” y OTORGO DERECHOS PARA AMPARARSE CONTRA EL PUEBLO (articulo 7) hagame el cabron favor…
Lo que algunos llaman “peligro por venir” no es anticipación. Es constatación.
Ese peligro ya gobierna.
Ese modelo ya funciona.
Ese cerco jurídico ya opera en los tribunales.
Es el sistema que impide detener un atropello mientras el juicio avanza;
el que arrancó los dientes del control constitucional;
el que convirtió a la Suprema Corte en espectadora;
el que dejó al ciudadano sin herramientas reales para defenderse del poder.
Y aun así, se pide confianza. Se dice que la democracia está a salvo. Se asegura que el riesgo está allá afuera, esperando entrar.
Pero ¿cómo creer un discurso que niega lo que sus propias reformas consolidaron?
¿Cómo confiar en un sistema que desmontó, paso a paso, los mecanismos que protegían al soberano?
La democracia no se reduce a repartir beneficios.
La democracia es el derecho del pueblo a decir “hasta aquí”.
Y hoy, ese derecho está cercado.
Yo no ladro por gusto. Yo ladro porque alguien tiene que avisar cuando la sombra ya se trepó al corral.
Porque mientras ellos hablan del “peligro que viene”, yo —callejero, flaco, curtido— ya lo olí hace años. Lo vi meterse por debajo de la puerta, lo vi disfrazarse de reforma, lo vi hacerse pasar por avance, por modernidad, por “voluntad popular”.
Porque el autoritarismo no llega marchando con botas:
llega callado, con tinta, con reformas, con discursos bonitos, acrecentando el agravio y convirtiéndose en dolor, creando en tu mente enemigos invisibles.
Y mientras ellos te dicen que el peligro está afuera, yo te digo la verdad que aprendí sobreviviendo en la calle:
El peligro no viene, nunca se fue.
El peligro ya gobierna