Corina Gutiérrez Wood
Los que sufren por un amor imposible deberían agradecer que, al menos, su crush no lleva uniforme, un arma y una ideología genocida. Porque sí, entiendo que duele que tu ex no te responda los mensajes, que te deje en visto o que prefiera guardar silencio. Pero créeme, hay amores imposibles, y luego está el nivel “Auschwitz”, donde Cupido no solo falló el tiro, sino que tiró la flecha con los ojos vendados, borracho y vestido de nazi.
Uno cree que ya vio todo cuando una amiga llora por el chico que no quiere “nada serio” mientras convive con ella, su perro y su cepillo de dientes. Pero no. La historia humana siempre encuentra maneras creativas y trágicamente inapropiadas de recordarnos que las relaciones complicadas de verdad no son las que tu terapeuta clasifica como “vínculo tóxico”, sino aquellas donde el flechazo ocurre entre una prisionera judía y un guardia de las SS. Y sí, parece un chiste negro. De esos que uno no debería hacer salvo que la realidad vaya y lo haga primero. Porque lo hizo.
Hay historias de amor imposibles y luego está la de Helena Citrónová, una judía eslovaca deportada a Auschwitz en 1942, y Franz Wunsch, un joven guardia de las SS que debía representar el ideal nazi de dureza, disciplina y exterminio eficiente hasta que un día escuchó a una prisionera cantar y, al parecer, su corazón decidió que las órdenes de Himmler eran secundarias frente a la voz de una mujer hambrienta, asustada y completamente prohibida.
Sí, lo sé. Parece el argumento de una película de amor y drama; pero pasó, como todo lo que pasó en Auschwitz, ocurrió envuelto en una mezcla tóxica de horror, poder, contradicciones morales y esa pizca de humanidad que, a veces, aparece en los lugares más insoportables.
Helena, de apenas veinte años, trabajaba en el almacén “Canadá”, donde clasificaba los objetos robados a los recién llegados. Un día fue obligada a cantar por el cumpleaños de un oficial. El azar, ese personaje secundario que siempre hace de las suyas, quiso que el homenajeado fuese Wunsch. Y ahí, en medio de un campo de exterminio, lleno de humo, ceniza y gritos, Helena se paró y cantó. Solo eso. Una canción. Una voz que no debía tener poder alguno pero que, paradójicamente, perforó el blindaje ideológico de un guardia nazi mejor que cualquier bala.
Wunsch quedó fascinado. Helena, por supuesto, quedó horrorizada. Amor a primera vista, dicen algunos; supervivencia a primera oportunidad, dirían otros. A partir de entonces, él comenzó a buscarla, a mandarle notas torpemente románticas (si esa palabra cabe en Auschwitz), a darle migajas de privilegio, comida extra, una cobija para abrigarse en las frías noches, una palabra amable en un lugar donde la amabilidad equivalía a un milagro. Lo que para él era un sentimiento, para ella era una grieta por la que, a veces, podía colarse la vida.
Porque no nos engañemos, en esa relación nunca hubo igualdad. Él tenía un arma. Ella tenía un número tatuado. Pero incluso en esa brutal asimetría surgió algo extraño. Algo que ni los historiadores terminan de definir ¿compasión?, ¿afecto?, ¿dependencia? ¿Amor? O tal vez esa mezcla tan humana que nace cuando alguien te salva la vida en un lugar donde todo está diseñado para quitártela.
Si esto fuera ficción, aquí vendría el momento de crisis dramática. Y, como la realidad suele tener mejor pulso narrativo que varios guionistas, eso fue lo que ocurrió. Un día llegó al campo la hermana de Helena, Róza, con sus hijos. Y, como dictaba la lógica macabra de Auschwitz, ser madre equivalía a sentencia de muerte. Helena, desesperada, escribió una nota a Wunsch. Él, que jamás había desobedecido órdenes, decidió intervenir para salvar a Róza y a los niños. En términos nazis, cometió un acto casi romántico; en términos de humanidad, apenas un gesto básico de compasión. Pero en ese lugar, esa compasión era revolucionaria. Y gracias a ese gesto, la hermana de Helena evitó temporalmente la muerte.
¿Fue amor?, ¿fue culpa?, ¿fue una chispa de empatía que sobrevivió al adoctrinamiento? Quizá fue todo junto. Y quizá por eso esta historia incomoda porque no cabe en ninguna categoría fácil.
Muchos años después, Helena confesó que llegó a desarrollar sentimientos por Wunsch. No un amor de película, sino un vínculo emocional extraño, lleno de contradicciones y marcas abiertas. “Al final, creo que lo amé”, dijo. Una frase que hace sudar a cualquier moralista de sillón. Pero pensemos ¿qué significa “amar” cuando cada día es una ruleta rusa? ¿Qué valor tiene un gesto amable cuando todos los demás llevan uniforme y disparan sin preguntar? ¿Qué tan agradecida puede sentirse una mujer cuando la ayuda viene del mismo sistema que destrozó a su familia? Lo incómodo es que no hay respuesta limpia. Y esa es la belleza amarga de esta historia.
En 1972, cuando Wunsch fue llamado a declarar por crímenes de guerra, Helena fue citada como testigo. Todos pensaron que hablaría en su contra. Y entonces ocurrió otro de esos giros que solo la realidad se atreve a producir; Helena testificó a su favor. Dijo que él la había ayudado. Dijo que arriesgó su posición. Dijo que, gracias a él, ella y su hermana sobrevivieron. Wunsch confesó que enamorarse de Helena lo “humanizó”. Que dejó de ser brutal. Que la guerra lo había convertido en algo que ni él reconocía hasta que ella apareció.
El tribunal se quedó frío. Los periodistas no sabían cómo titular. Y el mundo, que ama historias claras de villanos y víctimas, tuvo que enfrentar una donde el monstruo tuvo un gesto humano y la víctima lo reconoció.
No hubo reencuentro romántico. No hubo cartas secretas. No hubo final de película. Ella rehízo su vida en Israel. Él se retiró a una vida anónima. Lo que los unió fue un instante desgarrado en medio del infierno, y luego cada uno siguió su camino. Pero ambos cargaron siempre esa historia. Una historia que incomoda, desafía, irrita y, en cierto modo, ilumina.
La ironía más grande es que esta historia no suaviza el horror de Auschwitz, lo intensifica. Porque muestra que incluso allí lo humano podía colarse en formas inesperadas, y cuando se mezcla con poder, miedo y necesidad, puede volverse tan contradictorio que ninguna ficción se atrevería a escribirlo. Helena sobrevivió gracias al hombre que llevaba el uniforme del enemigo. Wunsch encontró su única virtud en la mujer que su ideología quería aniquilar. Ambos se miraron en medio del abismo y vieron algo que no debió existir.
El amor no siempre aparece donde debería, ni cómo debería; pero incluso cuando nace en el lugar equivocado, puede revelar lo que el horror intenta borrar, que el ser humano es capaz de contradicciones tan profundas que nos obligan a pensar en lo que creemos sobre el bien, el mal y la salvación.
Lo que queda claro, es que no todas las historias de amor, mucho menos las que nacen en un infierno, pueden aspirar al “felices para siempre”. Así que, si ya tienes amor, deja de quejarte y vívelo, porque hay quienes jamás tuvieron esa suerte.