Manuel Ruiseñor Liévano
Inútil sería negar las condiciones objetivas en que vive gran parte del país, respecto a la producción agrícola. A grado tal que, en gran parte de las regiones productivas de México, los agricultores —al lado de los transportistas— han salido a las calles a protestar y a tomar caminos y carreteras, demandando mejores precios de garantía y por igual seguridad para la distribución y comercialización de lo que su esfuerzo genera.
Han estado reuniéndose con autoridades competentes de distintos niveles de gobierno, para acordar mejores condiciones, mayores apoyos y garantías, a efecto de no seguir siendo asaltados en los distintos enlaces terrestres y también para no salir perdiendo en sus cosechas, porque los precios de garantía no cubren ni siquiera los costos de producción.
Incluso, han llegado al grado de dar manotazos en las mesas de diálogo, que no de negociación, como también han lanzado ultimátums al gobierno federal y a los de sus respectivas entidades. Se habla de más de 200 sesiones realizadas en las cuales la gran ausente han sido las propuestas de solución.
Pero no todo es desazón y desencuentro. Hay excepciones en ese panorama que generan cierta esperanza. Propuestas donde al menos se escucha con respeto a los propietarios de la tierra, a los productores y a las organizaciones sociales, con voluntad y sin burocracia, ¿lejos de la manipulación y la especulación política? Está por verse.
No se trata de ponerle obstáculos a la producción agrícola, sino de encauzarla que por la ruta de la seguridad y autosuficiencia alimentaria. Un binomio indispensable en las políticas públicas destinadas a guiar la producción de los alimentos que el país necesita. Una dupla fundamental para el mañana de la nación.
Y es que no pueden ponerse oídos sordos en razón de que saltan a la vista, desde los registros públicos (léase INEGI,SADER, etc.) y los análisis especializados de instituciones de investigación, datos que retratan con precisión los desafíos que nuestro país tiene que superar en materia agroalimentaria.
Vayamos por partes para comprender la problemática:
Uno. La precariedad estructural del campo mexicano, manifiesta en que el 40% de los campesinos siguen viviendo en pobreza económica, exclusión social y falta de acceso suficiente a tecnología, salud y educación.
Dos. Bajos precios y altos costos de producción: los agricultores enfrentan precios de venta insostenibles, dado a que los costos de insumos (fertilizantes, semillas, etc.) han aumentado más de un 46% en los últimos cinco años.
Tres. Crisis hídrica y cambio climático: México ha experimentado una de las peores sequías en los últimos 40 años, afectando a más de 2 mil 200 municipios y generando una grave escasez de agua para riego. Los fenómenos naturales extremos son cada vez más comunes.
Cuatro. Falta de políticas públicas efectivas: existe una percepción generalizada de insuficiencia en los programas de apoyo y en el presupuesto destinado al campo, lo cual no se traduce en mayor productividad.
Cinco. Abandono forzado de la tierra: por falta de rentabilidad y por acción del crimen organizado, que extorsiona a los agricultores y amenaza la logística de transporte, llegando incluso al grado de ultimar a los líderes de los productores, tal y como sucedió recientemente en Michoacán con los limoneros.
Seis. Déficit comercial de granos: México es el principal importador mundial de maíz, con un déficit creciente en granos y oleaginosas, lo que compromete la soberanía alimentaria.
Nos queda claro que al campo mexicano ya no se le puede seguir tratando como simple materia de la demagogia y dejarlo abandonando cual si nada grave estuviera sucediendo. Es evidente que no aguanta más y, en consecuencia, urge desplegar una nueva política alimentaria que tome como punto de partida el derecho humano a la alimentación.
Y no sólo eso, sino que también asuma plenamente los conceptos complementarios de seguridad y soberanía alimentarias, enfatizando en la dimensión productiva de los pequeños propietarios rurales y en general de la población rural en pobreza productiva.
A no dudarlo, entre una de cal y las muchas de arena, lo cierto es que el campo mexicano de hoy, sobre el cual durante largo tiempo se gritó a voz en coro que le había dado todo el desarrollo de México –sangre, sudor y lágrimas–, no existe más.
No existe más, porque el esfuerzo de centenas de miles y miles de manos trabajadoras, las cuales hacían rendir los frutos de la tierra para llevarlos con suficiencia hasta las mesas de los hogares, se ha venido apagando cada vez con mayor intensidad. ¿Corrupción, indolencia, falta de peso electoral del campesinado, incapacidad gubernamental? Póngale o quítele usted amiga o amigo lector el factor que quiera. El caso es que al campo le hace falta una intervención a fondo, porque hasta ahora sólo genera malas noticias.
De ahí que no sea gratuito el hecho de que la frase “el campo no aguanta más”, se haya reactivado en esta hora de la república, desde el osario institucional al que fue confinado hace décadas, gobierno tras gobierno, insignia política tras insignia política.
Por eso merece mención, acaso como una pequeña llama de esperanza, lo que acontece en este Sur mexicano, donde Chiapas —a pesar de la pobreza y el rezago social prevalecientes en su territorio—, ejemplifica lo que podría comenzar a hacerse en pro del campo. Aunque sea como agónica y primera respuesta al clamor social de los productores de la tierra.
O tal vez como esperanza, para no vivir un mañana de escasez e inseguridad alimentarias y, por ende, en condición de pueblo condenado a la dependencia, control y e injerencia de cuño trasnacional, debido a la incapacidad de producir los alimentos básicos que la población requiere.
Decíamos que no todo son malas noticias para el agro. En días pasados el gobernador de Chiapas, Eduardo Ramírez Aguilar, hizo público el compromiso de su gestión con los productores de maíz, derivado de un acuerdo logrado con el gobierno federal. Hablamos del Programa de Apoyo Complementario a la os Comercialización del Maíz.
Un programa de orden estatal, cuyo objetivo es pagar a 7 mil pesos la tonelada de maíz como precio de garantía, a efecto de satisfacer la demanda de los maiceros chiapanecos, superando con ello lo dispuesto en presupuesto por el gobierno federal.
Sucede que el gobernante chiapaneco se comprometió a pagar el faltante al recurso de la federación, durante los seis años de su mandato, para garantizar ese precio justo por la tonelada de maíz producido en Chiapas, acorde a sus condiciones objetivas.
Digna de reconocer es la responsabilidad adquirida por el gobierno toda vez que toca el corazón de los pequeños propietarios y productores del estado. Sin embargo, esta medida que, a nuestro parecer debe ser vista como una carta de buena intención, es apenas el primer arado que se puede dar sobre una tierra chiapaneca largamente deteriorada en su capa fértil en razón del abandono al que fue condenada.
Insistimos, la problemática del campo en muchas regiones del país sigue mereciendo una atención puntual; una atención que trascienda crisis coyunturales, porque dada la dimensión de la problemática el campo no aguanta más.
En otros términos, urge que la producción agrícola y sobre todo la de granos básicos, salga del hoyo de la dependencia del exterior. Es inaceptable que la nación se haya convertido en el primer importador de maíz en el mundo y se siga pensando que en el campo no pasa nada. Las alarmas están encendidas.
Todo apunta, pues, a que debe trazarse sobre el agro mexicano una visión diferente, verdaderamente estratégica, como también resulta necesario desplegar políticas públicas de hondo calado social, capaces de trasformar profundamente la realidad del agobiado agro mexicano. En pocas palabras, brindar a los trabajadores de la tierra, lo que desde hace 7 años se les quitó: seguridad, infraestructura, créditos, seguros y asistencia técnica, para impulsar la rentabilidad é incrementar la productividad de los cultivos básicos.
De no hacerlo — y no es hipérbole subrayarlo— estaríamos condenando a las futuras generaciones de mexicanos a la dependencia alimentaria y, en el peor de los casos, a la hambruna.
La alimentación es incuestionablemente un derecho humano que por mandato constitucional debe garantizar el Estado mexicano a la población. Cualquier otra cuestión, significa incumplir ese deber supremo. Y eso es inaceptable en un orden político y social que todos los días en las mañanas se precia de ser demócrata, justo e incluyente.
El campo no aguanta más, lejos del discurso político de aquel México posterior a la Revolución Mexicana, que nutrió su oferta social, hoy se requieren soluciones de fondo, porque el campo ha envejecido y cada día se va pareciendo más a un personaje condenado al patíbulo. Está en nuestras manos cambiar el destino.