Corina Gutiérrez Wood
¿Se acuerdan del escándalo aquel en el que Fátima Bosch terminó enfrentándose con Nawat Itsaragrisil, quien, según reportes, le soltó un “dumb head” como si estuviera discutiendo con su sobrina y no con una candidata en un evento internacional? Sí, ese episodio en el que varias concursantes se levantaron de la mesa en un acto de solidaridad que parecía más escena teatral que protesta real. Bueno, pues ahí no paró el drama. Resulta que aquello no era el clímax, sino apenas el tráiler promocional de algo mucho más jugoso, un espectáculo donde el escándalo deja de ser accidente y se convierte en estrategia, herramienta, combustible y, por qué no decirlo, parte del vestuario oficial.
Porque justo cuando el polvo empezaba a asentarse apareció Omar Harfouch, y no, no nuestro Harfuch; sino el músico libanés quien renunció a su cargo como juez, para declarar que la victoria de Fátima Bosch ya estaba escrita antes de que ella diera su última vuelta. Según él, el presidente del certamen, Raúl Rocha, tenía negocios con el padre de la mexicana y, para completar la trama, dijo tener una grabación del 14 de noviembre donde la victoria se mencionaba como quien comenta una oferta para el próximo Black Friday. Qué conveniente, qué oportuno, qué cinematográfico. Y la organización, claro, respondió con negativas impecables, declarando que no hubo favoritismos ni acuerdos ocultos, como si cada frase hubiera sido planchada antes de salir del archivo oficial.
Lo interesante aquí no es solo la acusación, sino el fenómeno colateral que desató, ese extraño proceso por el cual una figura que originalmente estaba solo destinada a portar una corona, de pronto empieza a cargar también un aura de resistencia. Porque entre ataques, señalamientos y dardos públicos, Bosch pasó de ser simplemente la ganadora a convertirse, en la protagonista de una narrativa donde ya no solo representa “belleza”, sino que aparece arropada por un discurso de fortaleza, casi como si la polémica la hubiera ascendido a un nuevo rol, el de la mujer que triunfa pese al sistema que supuestamente intenta devorarla. Una construcción simbólica fascinante, el empoderamiento no por sus actos, sino por el ruido que la rodea. Una especie de mártir involuntaria del drama contemporáneo, moldeada más por las acusaciones que por la corona.
La veracidad de todo esto es casi secundaria frente al espectáculo que produce. Porque, sin importar cuántas veces se repita “no hubo arreglo”, ya estábamos todos hablando del tema. Y ese es el verdadero triunfo, no la corona, no el discurso, no la banda, sino el ruido. Ese ruido que posiciona, que viraliza, que llena timelines como si fueran vasos en una barra libre de escándalos. Es fascinante cómo, cada año, el drama llega justo a tiempo, como esos invitados que dicen que van tarde, pero llegan exactamente cuándo empieza la música.
Y cuando pensábamos que la telenovela había pasado su punto máximo, llegó otra joya del guion, Olivia Yacé, Miss Costa de Marfil, renunciando a su título de Miss Universo África y Oceanía 2025. Renunció con una serenidad que contrastaba tanto con el caos que hasta parecía una instalación artística. “Respeto, dignidad, igualdad de oportunidades”, dijo ella, explicando que el título la reducía y que prefería no estar vinculada con la organización. Una renuncia elegante, pulida, silenciosa y explosiva. Porque no hay nada más noticioso que alguien que decide no seguir jugando un juego que todos fingen disfrutar.
La respuesta oficial a su renuncia añadió otro capítulo inesperado, Rocha aseguró que Yacéno habría podido ser Miss Universo por un detalle casi de comedia burocrática, necesitaría visa para 175 países. Es difícil no visualizar a los organizadores revisando pasaportes como si fueran tarjetas coleccionables. Una paradoja espectacular tener todo lo necesario para encajar en el “universo”, excepto el pasaporte adecuado para recorrerlo. Y la explicación, claro, vestida de lógica funcional, terminó siendo tan absurda que parecía diseñada para subrayar el punto, estas coronas no son para cualquiera, sino para quien puede circular sin detenerse demasiado en fronteras.
Todo esto, el enfrentamiento con Nawat, las acusaciones del exjuez, las negativas de la organización, la renuncia de Yacé, los visados imposibles, se ensamblan como un reloj suizo donde cada pieza cumple una función específica, generar conversación. Porque cuando juntas un supuesto arreglo, una candidata que se niega a cumplir instrucciones de promoción, otra que renuncia al título que le dieron, un presidente justificando decisiones en términos de movilidad internacional y un ambiente visible de tensiones, lo que te queda es la esencia más pura de este espectáculo, el absurdo. Un absurdo tan brillante que casi deslumbra.
No es necesario decir explícitamente si uno está a favor o en contra del sistema. El sistema habla solo. Un ecosistema que presume igualdad, pero opera con criterios que incluyen grabaciones misteriosas, conflictos con organizadores, estrategias de imagen, negociaciones tras bambalinas y, al parecer, mapas de países con colores clasificados por dificultad de visado. Una estructura que se vende como escaparate global de valores humanos mientras funciona con la lógica de un departamento de marketing que descubre, año con año, que ningún vestido brilla tanto como una buena controversia a tiempo.
Resulta casi enternecedor que aún existan quienes discuten si hubo o no fraude, si la renuncia de Yacé fue idealista o estratégica, si las declaraciones del exjuez son ciertas o exageradas. Como si la verdad fuera la pieza central de este espectáculo y no simplemente otro accesorio. La narrativa no necesita ser verídica, necesita ser viral. Y vaya que lo logran. Porque cada escándalo, real o percibido, es una campaña publicitaria en tacones. Cada renuncia, un comunicado que actúa como detonador emocional. Cada acusación, una oportunidad perfecta de encender la máquina mediática.
Y mientras el ruido sube, las coronas brillan, las cámaras giran y las declaraciones se multiplican, queda clarísimo que aquí lo de menos es quién ganó, quién renunció o quién tiene razón. Lo verdaderamente importante es el espectáculo que estos episodios generan, el mercado que alimentan, la visibilidad que garantizan y la audiencia que aseguran.
Porque, al final, detrás de cada lentejuela, cada lágrima televisada y cada “no hubo arreglo” perfectamente pronunciado, lo que realmente brilla, y brilla con ganas, es la maquinaria que entiende mejor que nadie cómo funciona la atención humana, con drama. Y este año, como de costumbre, lo sirvieron con gran precisión. Sin fallar una sola nota. Sin perder una sola oportunidad. Sin desperdiciar un solo escándalo.
Y así, entre supuestos arreglos, renuncias diplomáticas y visados intercontinentales, nos queda claro que no estamos viendo una competencia, estamos viendo contenido. Contenido que se recicla, se multiplica y se enciende solo con el calor del rumor. Un universo que, irónicamente, no necesita estrellas, le basta una buena tormenta mediática para brillar, y la verdad, les queda mejor que cualquier corona.
Pero bueno, benditos sean estos certámenes, siempre dispuestos a recordarnos que, cuando la realidad carece de sentido, al menos el drama viene con brillantina.